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EL DESTINO Y LA REBELIÓN (La huérfana)

AL SALIR DEL CINE
César Bardés
[colaborador]

El mundo de los adultos es un entorno de inseguridades, de miedos, de traumas que no pueden superarse a través de recias experiencias. En el antónimo de la existencia, el mundo de los niños es ese impenetrable bosque de hielo que somos incapaces de romper por la sencilla razón de que hemos olvidado cómo comunicarnos. La única forma de expresión que queda es la acción y sólo en nosotros se encuentra la huida de la locura y el equilibrio de una armonía que siempre es asesinada por la inútil rebelión contra el destino.


Y es que el ser humano, por naturaleza, debería de ser algo más conformista con aquello que parece escrito para hacernos comprender el sentido de nuestra existencia. Quizá alguien pierda un hijo y sienta que aún tiene mucho cariño para dar y, al mismo tiempo, no se dé cuenta de que todo ese amor puede verterlo en el hogar que aún posee y que desea recibir ese regalo inapreciable. Buscar salidas sólo para vencer los traumas propios es un acto de egoísmo aunque siempre hay alguien que puede proporcionar algo tan simple como es la ayuda.
Lo que debería haber sido un apasionante tratado psicológico sobre todas estas cuestiones se convierte en una película que se esfuerza en andar por el borde mismo de la crueldad más terrible. Y así, en lugar de convencernos de los errores que se cometen intentando tapar las pérdidas, pasamos al puro espectáculo de resolución absurda que, además, destapa un agujero en la historia más grande que el ojo siempre abierto de una invitadora copa de vino. Justo en ese sitio donde se describe la pólvora explosiva que hace saltar la armonía por los aires, nos encontramos en el vacío de la inocencia infantil y de la vileza exaltada de la edad adulta.
Por eso, tal vez, podemos tener la certeza de que quien posee el auténtico equilibrio, quien atesora la valentía, quien se enfrenta con el problema en el momento adecuado es aquel que guarda silencio y que vive rodeado de ruidos lejanos y apenas inasibles. Puede que sea porque tiene la asombrosa capacidad de observar. Y es que los adultos, con tanta nieve extendida por el paso de los años, hemos perdido esa virtud. Sentimos, pero no conocemos. Amamos, pero no sentimos. Damos vida, pero no amamos.

Así pues, atrapados por los típicos tópicos del cine de terror de toda la vida y zarandeados por un sentido de los planos de inserción que parecen los de un niño recién adoptado, Jaume Collet-Serra dirige una cinta mucho más sobria y acertada que su anterior intento, La casa de cera, en la que, eso sí, nos hizo el inmenso favor de matar a Paris Hilton. Aquí no duda en hacer referencia a Hitchcock y a Adivina quién viene esta noche (hay que ganar un poquito, perder un poquito, tener un poquito de tristeza pero esa es la historia y la gloria de amar) y acudir en busca de Carrie, de Brian de Palma; de El buen hijo, de Joseph Ruben y de La mano que mece la cuna, de Curtis Hanson. El resultado es irregular, con ideas brillantes ensuciadas por el ansia de dejar demasiado evidente lo que ya está claro y con la infame colaboración de un Peter Saarsgard que parece estar en permanente estado de somnolencia.

En cualquier caso, se da lo que se promete. Una visita ardiente al horror que se agarrota en los sueños de cualquier adulto. Un viaje por el frío que recorre la crueldad que es espontánea en un niño. Una diferencia empapada en alcohol entre los dos mundos, separados por un abismo que nadie sabe dónde y cuándo se rompió. El juego de la música estridente, del atronador disparo, de la turbación en la mirada, del grito inesperado que, simplemente, pasa por allí. Es una mas de muchas. Y ahí, en algún lugar del camino, se queda la reflexión asesinada de una rebelión contra un destino que la vida se ha encargado de volver injusto.

César Bardés




2 comentarios:

  1. Nivelón de comentario.

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  2. A ver si algunos aprenden de los maestros que insinuaban y no enseñaban... que con tanta peli de casquería no damos abasto... Eso sí, ahora veré La casa de ceera por ver como muere la Paris...

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