Anticuentos de Navidad. y 8

José Antonio Sanduvete [colaborador]
De repente el cielo se abriĂł y de entre las nubes apareciĂł un dedo, un dedo enorme como un satĂ©lite jupiteriano. Tras el dedo apareciĂł una mano, una mano a imagen y semejanza de la mano humana, con sus cinco dedos y sus uñas perfectamente recortadas, aunque del tamaño de la Cordillera del Himalaya. Dicha mano abriĂł sus dedos no prensiles y escondiĂł el pulgar marcando, durante unos segundos, un cuatro perfecto. Luego desapareciĂł por el mismo lugar por el que habĂa aparecido.
El suceso supuso una autĂ©ntica conmociĂłn en todo el mundo, pues todo el mundo habĂa sido testigo de una apariciĂłn de semejante tamaño. Las cadenas de televisiĂłn daban a la noticia la mayor de las coberturas y emitĂan horas y horas de programaciĂłn debatiendo sobre quĂ© podrĂa ser aquello. Pronto se llegĂł a la conclusiĂłn de que aquella mano monstruosa era, en realidad, una mano divina, la mano de Dios. Pero, ¿era una especie de mensaje? ¿QuĂ© querĂa decir con su gesto el Todopoderoso?
Las disquisiciones posteriores pusieron en comĂşn a todos los credos y religiones: el cristianismo en todas sus formas, el islamismo, el hinduismo, el judaĂsmo e incluso las religiones animistas y taoĂstas creĂan ver reflejada en la mano de Dios la figura de su Ser Superior particular y el de todos a un mismo tiempo. Incluso la fe habĂa quedado relegada a un segundo plano, pues el hecho habĂa sido tan evidente que su asunciĂłn se convertĂa en un hecho rutinario, apoyado además por los testimonios de varios miles de millones de personas que, al mismo tiempo y de la misma manera, habĂan sido testigos de la apariciĂłn.

Otra cuestiĂłn era la del significado del signo. Un cuatro, desde luego. Pero, ¿por quĂ©? Hubo quien propugnĂł la llegada de la Nueva JerusalĂ©n en cuatro dĂas, hubo quien hablĂł de cuatro años de una guerra que estallarĂa en breve, otros pedĂan la construcciĂłn de cuatro naves espaciales que como NoĂ©, o como ColĂłn, surcaran los cielos en busca del contacto con un Nuevo Mundo. Entonces surgiĂł, nadie supo muy bien cĂłmo, un informe que mostraba similitudes entre la astrologĂa maya, la azteca y la asirio-babilĂłnica, asĂ como entre ciertos ritos zulĂşes y Upanishads vĂ©dicos. Todos coincidĂan en situar el fin del mundo justamente el 25 de diciembre de aquel mismo año.
Exactamente cuatro dĂas despuĂ©s de la apariciĂłn de la mano de Dios.
La hipĂłtesis se extendiĂł como un reguero de pĂłlvora sembrando el pánico por todos los rincones del mundo. El fin del mundo estaba escrito, nadie lo dudĂł, como nadie duda de las catástrofes anunciadas y de las señales de malos augurios, especialmente cuando una mano gigante las indica desde el cielo. Inmediatamente se desarrollaron pautas de comportamiento divergentes ante la inminente tragedia. Los templos se llenaron de gente que elevaba sus plegarias al altĂsimo en busca de salvaciĂłn; los suicidios se multiplicaron, pero tambiĂ©n las buenas acciones. Aquellos cuatro dĂas previos a la Navidad estuvieron repletos de donaciones, de actos de entrega y caridad, de buenos samaritanos que ayudaban a viejecitas indefensas a cruzar la calle. La delincuencia disminuyĂł a niveles histĂłricos: ¿quiĂ©n se iba a atrever a delinquir cuando se cernĂa sobre Ă©l el peso de una condena apocalĂptica? Dichas acciones, desde luego, distaban mucho de ser altruistas. Se basaban, más bien, en la desesperaciĂłn y el deseo de salvar el mundo, o en su defecto el alma, a toda costa. Aquella Nochebuena fue la más pacĂfica y entrañable, pero tambiĂ©n la más angustiosa que todos recordaban. Era la vĂspera de la gran decisiĂłn divina.
Y amaneciĂł el dĂa de Navidad. Y el mundo seguĂa girando, con sus montañas y sus mares, con su Sol y sus nubes, con sus rĂos, sus plantas y sus animalitos.
Y cualquiera hubiera dicho que, en efecto, habĂa llegado la paz, la tierra prometida, la Nueva JerusalĂ©n, y que los males y las guerras habĂan desaparecido del mundo, y que Dios habĂa eliminado en cuatro dĂas todo lo dañino y ponzoñoso para dejar vivir, en su extrema bondad, todo lo que era bueno y puro. Cualquiera lo hubiera dicho, pero nadie lo dijo.
Porque el mundo siguiĂł rodando, los dĂas y las noches sucediĂ©ndose, los seres vivos interrelacionándose y el tiempo pasando inalterable, sĂ. Pero los seres humanos, esos seres que pudiendo hacer el bien esperaban a verse amenzados para demostrarlo, esos seres que jamás pensaban en nada que no fuera ellos mismos, siempre ellos en primer lugar, esos seres egoĂstas que personificaban todas las desgracias, habĂan desaparecido por completo de la faz de la Tierra.
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