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LOS ORÍGENES DEL HORROR (La cinta blanca)

AL SALIR DEL CINE
César Bardés
[colaborador]

Blanco es el color que simboliza la pureza del espíritu. Blanco es el paisaje de preguerra de un pueblo que se parece a tantos otros. Blanco es el amor cuando se presenta con la intención de quedarse para toda la vida. Blanca es la tiza de una pizarra que intenta repartir cariño entre el saber. Blancas son las voces de los niños cuando entonan una canción. Blanco también es el preludio del negro.



Y así, en blanco y negro, es la historia que nos propone Michael Haneke para desvelarnos que los orígenes de la crueldad infinita que se desató con los horrores del nazismo parten de la educación estricta, de la regla tomada como estilo de vida, de la degeneración moral que emerge imparable con el castigo. No en vano, el director ya nos había sumergido en la sangre de una violencia brutal con sus anteriores películas pero en ésta opta por ultrajar la sensibilidad de nuestro carácter de meros espectadores, por forzar la brutalidad que se esconde en la responsabilidad de los que somos padres y por decirnos bien a las claras que de nuestra conducta, nacen los monstruos.

No cabe duda de que la metáfora de Haneke se dirige directamente al mismo corazón de la semilla de un fascismo que no tuvo piedad de los inferiores y que practicó la disciplina como estilo de vida haciendo posible que todos fueran culpables. Los abuelos porque hicieron de la severidad, una norma. Los padres porque solamente supieron transmitir valores a través de la vara de medir y de la humillación. Los hijos porque aprendieron de espejos en los que nunca se debieron mirar. Y lo único que deseas es perderlos a todos de vista, que se extravíen en el discurrir del tiempo y no volver nunca la mirada atrás porque fueron capaces de construir un futuro repleto de oscuridad, de exterminio, de rigidez justificada, de anulación del ser humano.

Para ello, Haneke se sirve de una maravillosa fotografía en blanco y negro de Christian Berger y emparenta temáticamente la historia con la que ya nos contó Volker Schlöndorff en 1965 con El joven Törless donde también se hablaba de la crueldad inherente de una generación que dio lugar a la autoridad del propio horror. Sólo que, mientras en aquella ocasión, el protagonista conseguía una puerta de escape honrosa; en ésta se cierran todas las salidas con siete cerrojos de hipocresía. La falsa moralidad agazapada tras las muestras de bestialidad se completan con la alienación de una religión inoperante, el acomodo de la clase dirigente que había que derribar para que todos se sintieran piezas imprescindibles de un engranaje de ruedas gamadas y la rendición incondicional de los que son capaces de ver algo de belleza en el límite de la actitud.

Bien es cierto que, en algunos pasajes, Haneke tira por caminos demasiado evidentes para hacer comprender lo terrible del relato que ha salido de su cámara pero no cabe duda de que ha hecho una cinta blanca que nos marca y nos incomoda. Y sólo dos palabras se repiten una y otra vez cuando se sale del cine: El horror...El horror...

César Bardés


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