OROGRAFÍA DEL TRAUMA (Shutter Island)

César Bardés [colaborador]
En los riscos de la isla del cerebro, un hombre no puede imaginar muchas salidas. Tal vez, quiera vivir una existencia de autoridad después de hacer equilibrios en los límites del horror. O puede que escalar el barranco de la razón sólo sea el reflejo de una investigación que se adentra en los más sórdidos rincones de la cruel oscuridad. La mente es ese asesino misterioso que extermina el recuerdo para convertirlo en la deformación del sueño. Y la orografía del trauma son los promontorios del infierno.
La luz es esa gran desconocida que sólo aparece para cegar. Todo lo que es verdad, también lleva implícita la mentira. Atravesar el espejo es adentrarse en los faros de la soledad porque más vale morir como un hombre bueno que vivir como un monstruo. La fantasía es el fármaco de la libertad y puede llevar mucho más allá de los barrotes de una celda de ladrillo rojo y reacción negra. Nada es capaz de acabar con las pesadillas de las que se huyen, están ahí permanentemente, como la inquietud presentida de un ambiente enrarecido, como la certeza intuida de que algo va mal, de que algo está desencajado en la averiguación de la verdad. Y la verdad es ese maldito psicópata al que hay que trepanar el cerebro.
La obsesiva búsqueda de la realidad es una ola rompiendo contra los arrecifes. El aislamiento es el director de una escena en la que siempre aparecen personajes nuevos. Asistir al exterminio que coloca en los límites de la cordura y la soledad es el detonante más fácil para intentar el ahogamiento de la locura. Humo, fuego, agua, tierra, viento, lluvia, hombre. Todo parece fuera de control mientras el equilibrio avisa de su partida y nos adentramos en los pasillos inmaculados de la ambigüedad, del punto de vista cuerdo, de la malformación de la paranoia. Fingir es algo que nace con nosotros porque todos mentimos para parecer que somos lo que realmente nos imaginamos.
Y así, entre cigarrillos sospechosos, vasos oportunos y sueños que se nos escapan entre los brazos, iniciamos el camino de un corredor sin retorno que mezcla el vigor con la confusión para vislumbrar la luz mortecina de una razón aún más terrible que el desvarío, haciendo de la curación, una condena; de una interpretación, un talento inusual; de una música, la inquietud estridente de un engranaje equivocado; de una dirección, la mano precisa de quien rige los destinos de un manicomio. Alrededor de todo ello, el relieve preciso y gris de una isla que parece agarrar de los tobillos como una maldición dictada como sentencia de un juicio perdido.
Mientras bordeamos los precipicios de un endemoniado trozo de tierra, la incomodidad hace mella en nuestras posturas expectantes. Nos damos cuenta de que no sabemos a qué lado tiende nuestra mente y es entonces cuando nos sentimos inseguros, cuando abandonamos la sala sin conocer si nuestros pasos nos siguen o van por delante. Puede que yo no esté escribiendo este artículo sino que, quien lo haga realmente, sea usted y yo no sea más que un simple lector que acaba de comprar el periódico mientras caen gotas de ceniza sobre mi memoria. Si miro la sombra de mis dedos, no hay teclado en el que construir palabras y puede que esté soñando que escribo mientras hurgo con el dedo en el interior de mi cabeza trastornada porque ya no me quedan muchos salientes que eviten mi caída. Y sólo tengo un puñado de cuchillas de afeitar agitándose en la celda de mi pensamiento..
César Bardés
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