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PÉRDIDAS ACEPTABLES (Medidas extraordinarias)

AL SALIR DEL CINE
César Bardés
[colaborador]

Nunca hemos sido demasiado conscientes de que los términos “ciencia” y “negocio” son antagónicos por naturaleza y que, sin embargo, se necesitan tristemente el uno al otro. La investigación siempre ha sido el paria del mundo académico. Aquí, porque para qué se va a financiar algo que no sabemos si va a tener resultado, mejor gastar ese dinero en cualquier otro fin. Allí, porque la patente da derechos y, si quieres tener financiación, pliégate a los intereses empresariales, doctor, porque si no tus teorías van directamente a la papelera.



El caso es que no hemos sido capaces de desarrollar una fórmula que favorezca la creación de ideas que es el monumento más grande que puede desarrollar el ser humano. No, es preferible equiparar contablemente las pérdidas aceptables de una inversión a unos números en los que, detrás de cada uno de ellos, se esconden verdaderas existencias. Financiar el avance de un fármaco para curar enfermedades no debería ser una operación de riesgo, sino de futuro aunque el fracaso sea una opción. Pero no, no estamos hechos para ayudarnos unos a otros. Cada vez existe más la convicción de que estamos hechos para acumular ganancias.

Y es que, tal vez, el científico debería ser un poco más empresario y el empresario, un poco más científico. Claro que en los movimientos relativistas que se estilan hoy en día, la ciencia y la cultura son sólo conceptos teóricos y nada prácticos. Sólo el tesón individual puede llegar a salvar algo pero no sin hacer unas cuantas concesiones que enfrían el ideal, sacuden el objetivo y se adormecen allí donde el dinero descansa.

Más allá de eso, no cabe duda de que estamos ante una película que más merecería un pase televisivo que una sesión de cine. Tom Vaughan, el director, intenta por todos los medios extraer la lágrima milagrosa que fabrique la enzima que nos lleve a la emoción pero es que el dinero puede más que la ciencia y, a sabiendas de que se tiene algo mediocre entre manos, se llama a un actor para que llene el cartel como Harrison Ford. Y resulta que el nombre es más grande que el cartel. Dentro del rol claramente secundario que le toca en suerte, Ford consigue los momentos más brillantes y más vibrantes de la película. En contrapartida, Brendan Fraser, un intérprete que no ha sido llamado precisamente por los caminos del drama (si exceptuamos lo ajustado que estaba en El americano impasible) porque no parece que esté trabajando en serio, se salta la dieta descaradamente y lleva el peso de algo que resulta ensombrecido para todos aquellos que recordamos, con dureza y cariño, una película tan excepcional como fue El aceite de la vida, de George Miller, con Susan Sarandon y Nick Nolte.

Así que entre una jerga ininteligible de conversaciones bioquímicas y estrategias empresariales que hablan de capital, de inversión, de ganancias y de provisiones, de lanzamientos y dotaciones y de intrincados laberintos cifrados en clave de amortización, resulta que lo que nos sobra es previsión. Contablemente significa cálculo anticipado de una precaución. Cinematográficamente es que vamos a adivinar lo que va a pasar desde el minuto dos. Por eso es tan destacable el trabajo de Ford, porque incorpora a un médico científico que nunca sabes por dónde va a salir pero que, dentro del conjunto, se queda en la mera frase ingeniosa, o en la consabida reacción que resulta de la atractiva mezcla de timidez y rechazo acompañado de una banda sonora que es más gozo que sombra. Es sólo una historia más de superación y ternura, de renuncia y sacrificio a una vida cómoda por unas vidas que se escapan dentro del propio hogar. Y como propio reflejo de lo que se nos narra, la película prefiere también el negocio antes que la búsqueda de la verdad. Pérdidas aceptables para la empresa del entretener pero más que suficientes para llegar a la suspensión de pagos del tedio.

César Bardés


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