MIENTRAS PODAMOS JUGAR (Toy Story 3)

César Bardés [colaborador]
Hace muchos años, cuando yo era niño y la imaginaciĂłn poblaba mis pensamientos, tenĂa un coche de juguete muy pequeño. Era un Chevrolet Corvette que estaba decorado como si fuera un vehĂculo de rally y que en la parte de atrás, a modo de broma y de rebeldĂa, tenĂa un cartel en blanco y negro que ponĂa Lazy Bones. Desde luego, yo, en aquella Ă©poca, no tenĂa ni idea de que ese cartel significaba “Huesos vagos” y comencĂ© a llamar a aquel coche con el mismo nombre que lucĂa en su parte de atrás: Lazy Bones.
Han pasado más de treinta y cinco años desde que dejĂ© de jugar con Ă©l porque la vida me impulsaba inevitablemente hacia la madurez y los juguetes dieron paso, con la velocidad de un coche de carreras, a las chicas, al carnet de conducir y a las tonterĂas propias de la adolescencia. Pero Lazy Bones sigue por aquĂ, en mi casa. Su color amarillento se ha ido descascarillando pero sigue rodando tan bien como antes. Mi hijo juega con Ă©l y yo, de vez en cuando, aĂşn me arrodillo para lanzarlo, como hacĂa en mi infancia, a toda velocidad para el pasillo.
Estoy seguro que, cuando nadie le ve, Lazy Bones, se rĂe para sus adentros, limpia motores, revisa suspensiones y se hace una puesta a punto digna de cualquier campeĂłn de resistencia.
Todo esto puede que no venga a cuento pero es que este es el tema de una pelĂcula tan llena de aventura y sincera emociĂłn como Toy Story 3. Del adiĂłs a la infancia y del comienzo de la vida adulta. Del lugar en el que quedan los juguetes que siempre han sido compañeros incondicionales en el largo viaje del aprender. Del deseo de esos mismos juguetes de buscar a un niño que aĂşn siga queriĂ©ndoles aunque, en el fondo de sus pilas y de sus plásticos, tengan la certeza de que siempre pertenecerán al mismo niño que, un dĂa, posĂł sus ojos sobre ellos con un incontenible deseo de manejarlos.
Y es que esos juguetes fueron confidentes, fueron oĂdos que escucharon nuestras ingenuas quejas, fueron capaces de recoger las lágrimas que derramábamos por algĂşn motivo que nos parecĂa importante. Fueron amigos y maestros. Fueron desahogo y alegrĂa. Fueron rincĂłn y amplitud. Y casi todos ellos quedaron arrumbados en algĂşn lugar que no mirábamos mucho para no plantearnos la odiosa duda de si debĂamos conservarlos o hacer por fin algo de sitio y tirarlos en el primer cubo de basura que encontrásemos.
Esos juguetes, estĂ©n donde estĂ©n, siguen siendo nuestros. Fueron nuestra meta más preciada en su momento, lo más importante, el motivo de nuestro ansia. No merecieron acabar descuartizados por cualquier otro niño desaprensivo o que ni siquiera llegaba a la edad para tener el privilegio de jugar con ellos. No hicieron nada para acabar aplastados en un cubo de basura que tambiĂ©n arrasaba con buena parte de nuestros sueños fingidos. Debimos coger aquellos compañeros de risas y penas y darlos a quien sabĂamos que iba a cuidarlos como niños y a quererlos como promesas. Al fin y al cabo, mientras podamos jugar, seguirán siendo una parte imborrable y genial de nuestra vida y parte de lo que somos, lo somos por culpa de ellos.
AsĂ que, en cuanto termine el artĂculo, voy a sacar de nuevo a ese niño que miraba el girar de las ruedas desde el suelo para entretenerme un rato con Lazy Bones. Él nunca ha dejado de cumplir con su misiĂłn y no ha querido separarse de mĂ. Ha aguantado golpes, arañazos, curvas peligrosas y profundos baches y, lo que es aĂşn mejor, me ha enseñado a aguantarlos a mĂ. GanĂł no sĂ© cuántas carreras pero muchas veces, cuando mi hijo no me ve, aĂşn le digo que está ganando la más increĂble de todas. Es aquella que se gana a ese tiempo que, en este instante, me conduce con decisiĂłn hacia la vejez.
César Bardés
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