El frío beso de la muerte

Entré en el ascensor y allí estaba, bella e imponente, con ese atractivo que segregan los misterios indescifrables. Traté de mirarla a los ojos y ella volvió la cara con timidez. Pensé que no estaba allí por mí, que había venido a por otro, tal vez alguien que esperaba su visita, tal vez alguien que se llevaría una tremenda sorpresa.
"Si hubiera venido por mí, ya me estaría hablando", pensé, y sentí una infinita tristeza y un deseo irrefrenable de detener el tiempo en aquel instante, de que el ascensor se parara y nos diera pie a iniciar una conversación, a crear una eternidad.
Se me acababa el tiempo, así que agarré la guadaña que portaba, la hice a un lado y me abalancé sobre ella. No opuso resistencia. La muerte, llegado el caso y dadas las condiciones oportunas, no es una amante especialmente quisquillosa.
Le aparté la túnica que le tapaba la cara. Era ella, única y deseable, tan hermosa como un cielo apocalíptico, tan perfecta como el mejor de los finales. Me sumergí en sus ojos huecos, le acaricié las mejillas descarnadas. Diría que me sonrió, y también diría que la hubiera besado en los labios si no hubiera carecido de ellos.
Aquel fue el beso más frío, y el más cálido, al que puede aspirar un ser humano. Cuando se abrieron las puertas del ascensor, alguien que hubiera estado esperando arriba se hubiera preguntado, no sin consternación, cómo y por qué había subido aquel ascensor sin nadie en su interior, por un lado; qué hacía aquella impresionante guadaña allí abandonada, por otro.

Pon tu comentario