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INFINITAS VECES MUERTO (Código fuente)

AL SALIR DEL CINE
César Bardés
[colaborador]

Vivir muchas veces la realidad en sus ocho últimos minutos es la puerta que se intenta abrir para prolongar una leve sensación de felicidad. El nihilismo asesino se esconde en esos ocho minutos pero, en ellos, hay una infinidad de detalles que hacen que, a cada nuevo intento, nazca la ilusión por una vida diferente, la persecución por un destino diferente e, incluso, el deseo de morir de forma diferente.



La utilización del recuerdo que aún se mueve en el cerebro después de la última curva no deja de ser una violación consumada de la intimidad de unos extraños que han muerto por la ira de un tipo tan listo como patético. Sólo hay que volver al código fuente que permite que la inconsciencia se mezcle con la experiencia. Y ahí es donde la búsqueda comienza a ser pura pasión.

Todo esto es un jeroglífico de palabras que no llevan aparentemente a ninguna parte salvo a una posible realidad paralela que está fabricando mi pensamiento para conseguir un poco de calor entre las letras de confusión. Con estos mimbres, Duncan Jones, que ya realizó una película de alto interés y de múltiples desviaciones de la verdad vivida en Moon, nos propone viajar con Jake Gyllenhaal una y otra vez al nudo que siega vidas, que corta futuras sonrisas, que niega el minuto siguiente a un tipo que ya no tiene carne para ser herida. Y así, obviando la lógica de todo el asunto en una explicación que parecerá ambigua al más espabilado, nos trasladamos a la escena del crimen en un vagón que corre desbocado hacia el caos y el fuego.

Jones completa el círculo de inalterabilidad de un tiempo que todavía no ha ocurrido pero que ya está escrito con leves faltas que poco importan (¿cómo conoce el protagonista el número de teléfono de la oficial Goodwin, incómodamente interpretada por Vera Farmiga?) y realiza un ejercicio de cine de acción con algún que otro truco inteligente que evita el mayor peligro de toda la historia y no es otro que el estancamiento motivado por la repetición continuada del mismo punto de partida.

El resultado es un toque de atención a la vanidad, una súplica por no perder la ética que se ha extraviado en estos días que vivimos, una teoría perfilada entre la ciencia y la ficción sobre el derecho a poder elegir cómo queremos que sea nuestra propia muerte, la seguridad de que todos los acontecimientos realmente importantes son cíclicos, el terror que debería sumirnos en la nada por no haber hecho las cosas a su debido tiempo y el tremendo adiestramiento que requiere por los meandros de la locura el morir, el morir, el morir. Con las mismas letras, con los mismos acentos.

Por supuesto, el público apenas respira, sin importar demasiado el lío de memorias, deseos incumplidos, introducciones en un programa informático de demasiada complejidad para ser explicado con nitidez y vacilaciones de una ambición que no se mueve precisamente por el bien común. Lo que es evidente es que el espectador queda atrapado entre una maraña de situaciones repetidas con notable eficacia y que, en cada una de ellas, se sabe dar un giro a un buen montón de cortometrajes de mismo planteamiento y distinto desenlace.

Válida como película de acción, cruel con una ciencia que nos convierte en esclavos y lúcida como fábula reflexiva, Código fuente no deja de ser apreciable y algo distante porque bebe, con algo de descaro, de otra historia de tono contrario y parecidas intenciones como Atrapado en el tiempo, de Harold Ramis. Quizás como el testigo redundante de una catástrofe que no se puede evitar salvo que pongamos todas nuestras fuerzas al servicio de lo que verdaderamente anhelamos.

César Bardés

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