LAS RESPUESTAS DEL PASADO (Medianoche en París)

César Bardés [colaborador]
París tiene que recibir a quien la visita bajo las notas precisas y claras de una melodía de Sidney Bechet. El saxofón nos va sirviendo de guía para una ciudad que es luz y es inspiración, que es pasión y es ambiente, que es una caricia del cielo y un abrazo del aire. Por sus calles, se respira el presente, el día a día de una ciudad insustituible en el corazón y tentadora en el sueño. Por sus rincones puede estar el pasado tomándose un café y hablando de la veracidad de la ficción y de la fuerza de la belleza.
Y así, París es refugio y futuro, y es respuesta aunque no solución. Eso, como buena ciudad que refleja estados de ánimo, lo deja para los que buscan una razón para sentirse bien con la rutina, con esa misma actualidad que hay que vivir y aprovechar por más que queramos huir de ella adentrándonos en pretéritos idealizados, en conversaciones surrealistas de cuadro y cine, en la imaginación de unas palabras que podrían haber dicho ídolos de letra y bohemia, de leyenda y rebeldía. La realidad se pone en fuga cuando no hay arrestos por enfrentarnos a ella, cuando sabemos que lo que nos espera no es la salida, cuando lo próximo va a pasar tan rápidamente que será gasto de vida en demasiado poco tiempo. La valentía consiste en salir de ese ensimismamiento y buscar lo que de verdad hace de nosotros lo que somos, lo que sentimos y lo que amamos porque el amor, al fin y al cabo, siempre suele ser un espejismo que se niega a ser permanente para preferir ser un momento fugaz en el que las letras se vuelven actos y los acentos son el ruido de los besos.
París también es lluvia y noche. Es un puñado de gotas que imploran ser río en la piel y una oscuridad herida por el brillo de las calles mojadas y de la charla querida. Es el aroma del Hemingway pendenciero, del Dalí trastornado, del Buñuel perdido, del Scott Fitzgerald confuso, de la Josephine Baker hipnotizante, del Picasso inconformista, de la Gertrude Stein tranquilizadora, del Modigliani conquistador, del Rodin que hizo del amor, escultura; del Toulouse-Lautrec solitario, del Degás afable, del Gauguin explicativo, del Cole Porter ingenioso, del Man Ray lógico, del bullicio del entrechocar de copas llenas de talento seco, de la música que agitaba los cuerpos como cocteleras mientras corrían los años y la locura se convirtió en prisa y no hubo tiempo para nada más. París es un canto de amor a unos cuantos artistas irrepetibles y una crítica acerada contra los falsos intelectuales de palabras huecas, vacías y sonoras. Es adentrarse en una novela para ser un personaje. Es hacer del amor, un baile. Es un día encontrándose con la noche.
Woody Allen vuelve a llenar de magia todos los huecos que la sonrisa va dejando atrás. Tal vez porque sabe muy bien que el pasado es una lección pero no es un lugar en el que una línea quiera instalarse. El presente no deja de ser una promesa que hay que exprimir porque luego, será tarde. El futuro... ¿A quién le importa el futuro? Es esquivo e irreal. Es sorprendente porque puede que esté en una tienda, en un puente, en una lluvia de primavera, en un viejo disco de cera o a la vuelta de una esquina con encanto. Todo es una invitación a vivir y lo que fue pasado, fue presente pero nunca puede ser futuro. Y esta película, mientras se vive, deleita y ofrece un lugar cómodo donde olvidar y también dice, con la voz quebrada de una mujer que es capaz de expresar todo con un beso y una mirada, que hay que salir con decisión y llevar el equipaje del atrás para poder dar el siguiente paso. Y ese quizá sea el comienzo de la pasión.
Y sólo con esa pasión brincando en el interior, tendremos la seguridad de que estamos escribiendo los renglones adecuados de nuestra existencia. Es la magia y la grandeza que se crea cuando damos al destino con la puerta en las narices.
César Bardés
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