MALDITOS ROEDORES (El castor)

César Bardés [colaborador]
La depresiĂłn es una gravĂsima enfermedad mental que consigue pasar desapercibida para la mayorĂa de los que no la padecemos y que está haciendo su agosto en los terribles tiempos que vivimos por culpa de la monotonĂa, de la frustraciĂłn, de rutinas traumáticas, de hundimientos progresivos de la personalidad, de derrumbes repentinos de lo que se creĂa que era firme y de la incertidumbre que genera el futuro escurridizo y esquivo que parece querer huir de lo que realmente deseamos.
En determinados casos lo que se padece son pequeñas depresiones que solventamos inventando algún amigo invisible que hace que parezcamos más zumbados que el pecho de King Kong al hablar solos por la calle. Algunos utilizan el espejo para darle algo de forma, otros la imaginación y los casos graves, lo personalizan en un muñeco, en una marioneta, en un coche de juguete o en una sartén. Siempre que esa desviación provisional de la mente sea una simple evasión para poder afrontar la realidad, no habrá ningún problema y hasta algunas mentes sesudas lo calificarán de saludable.
El problema, naturalmente, sobreviene cuando ese objeto que se ha utilizado para aminorar culpas y aumentar seguridades comienza a ser una parte importante del pensamiento y lo domina hasta convertirse en el origen principal de todas las ideas y, lo que es peor, en el motor primario de todas las estabilidades.
Y asĂ un tipo habla a travĂ©s de un castor. Absurdo. El castor no es gracioso. El castor no es dramático. El castor, realmente, es un personaje totalmente prescindible de la pelĂcula porque no nos deja saber en ningĂşn momento quiĂ©n es la persona que lo maneja por mucho que se empeñen en decirnos lo contrario. La propuesta de Jodie Foster como directora es mediocre, insulsa, indecisa, torpe y, por si fuera poco, roza la bobada. Y es que no se puede contar una historia sobre un depresivo sin gracia y sin talento porque de aquĂ, podrĂa haber nacido una comedia, al menos, aceptable. Pero, claro, eso requiere un montĂłn de trabajo en los diálogos y cierta desvergĂĽenza. Como ella quiere ser polĂticamente muy correcta con los enfermos que padecen esta dolencia, se inclina por un drama proyectado en una familia que anda sin mucho rumbo porque la brĂşjula que marca el camino resulta ser una marioneta peluda pero, como quiere ser polĂticamente muy correcta con los enfermos que padecen esta dolencia, tampoco quiere que la gente crea que la depresiĂłn sĂłlo se cura con la proyecciĂłn de la propia personalidad en un roedor (al fin y al cabo, Robert Zemeckis me contĂł algo parecido con Wilson y Tom Hanks en Náufrago sin tomarse toda una pelĂcula para decĂrmelo). AsĂ que ella, tan lista y brillante como dicen, tira por la calle de en medio, es decir, la emociĂłn facilona y busca el motivo principal en la familia, nĂşcleo y soluciĂłn de todos los problemas. En realidad, a la señorita Foster, que tampoco es que haga un gran trabajo como actriz, habrĂa que recomendarle una cosa sobre un gran conejo blanco que no existe y que se transforma en el compañero de copas y confidencias de un excepcional James Stewart en El invisible Harvey. Pero ¿saben quĂ©? Soy tan polĂticamente correcto que no quiero parecer un sabihondo en esto del cine y de opinar de lo que nadie me ha dado derecho y será mejor que lo descubra ella solita. Yo he descubierto y he confirmado ya lo mal que hace pelĂculas, porque aquella de El pequeño Tate era pequeñita y poca cosa aunque mucho mejor que Ă©sta y, de paso, alguien deberĂa darle un par de lecciones sobre la transiciĂłn de los personajes de un estado a otro porque los seres humanos no suelen cambiar de comportamiento, ni realizan actitudes esperadas asĂ de repente. No todo tiene que estar en funciĂłn de un final supuestamente emocionante. AsĂ que con una lágrima que, apenas puedo contener, dejo aquĂ el artĂculo. Malditos roedores.
C. Bardés
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