Pandemia

Cuando aquella mañana se mirĂł al espejo lo tuvo claro. Ojos hinchados e inyectados en sangre, labios cortados, piel reseca y pálida, penetrante dolor de cabeza, ritmo respiratorio irregular, dolor y malestar general. No habĂa duda: Ă©l era el portador primigenio de una enfermedad altamente contagiosa que, extendida en forma de pandemia, acabarĂa, con total probabilidad, con la mayor parte de la humanidad.
Trató de hacerse a la idea. No es fácil asumir que la especie a la que has pertenecido desde tu nacimiento está al borde de una extinción violenta y dolorosa, pero si además todo comienza en ti, en tu propio organismo, la cosa adquiere aún una mayor dimensión.
Probablemente todo comenzarĂa con vĂłmitos, temblores, convulsiones; tal vez los ojos enrojecieran como los de un diablo, tal vez la piel se llenara de llagas purulentas, o se cayeran los dientes, o empezaran todos a escupir toneladas de sangre. Todo ello llevarĂa a una muerte espantosa.
En escasos dĂas las ciudades serĂan un caos, los servicios habrĂan dejado de funcionar, las calles se encontrarĂan llenas de cadáveres y la humanidad habrĂa quedado reducida a un puñado de almas en pena vagando sin sentido y esperando su contagio, condenaciĂłn y muerte definitiva.

Cuando el galeno le dijo que se trataba de un vulgar principio de resfriado, su rabia se desatĂł. CĂłmo se atrevĂa, su ineptitud supondrĂa el fin de la raza humana, por Dios, si ni siquiera intentaba ponerlo en cuarentena, el mundo le culparĂa a Ă©l, y todos morirĂan como animales de granja por su estulticia y molicie.
Luego, por la tarde, se volvió a mirar al espejo y se notó mejorado. Trató de escupir sangre, de arrancarse un diente, de morderse la lengua, de devorarle los intestinos al vecino, de sufrir un ataque epiléptico, de vomitar entre convulsiones. Nada.
SintiĂł un odio tremendo por sĂ mismo y por todos los seres humanos, esa especie biolĂłgicamente frágil que habĂa sobrevivido, una vez más, de pura casualidad.
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