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Pareidolia

José Antonio Sanduvete [colaborador]

Todo empezó con una gominola. Con una nube que parecía una gominola, más concretamente. Eso fue lo que pensó, mientras miraba al cielo: "Qué forma más curiosa tiene esa nube, parece una gominola".
Inmediatamente, como por arte de magia, la nube descendiĂł del cielo y se posĂł en su mano en forma y textura, efectivamente, de gominola. Y estaba deliciosa, por cierto, con aquel ligero sabor a menta...

Supo entonces que tenía un don. Cada vez que miraba al cielo y creía vislumbrar en una nube la forma de un objeto, este mismo objeto se materializaba justo ante sus ojos. Así se hizo con un soldadito de plomo, una tostadora, una riquísima tarta de queso y el busto en mármol de un emperador romano en quien creyó reconocer a Trajano, aunque nunca llegó a estar totalmente convencido al respecto.

Pero como todos los dones, el suyo también tenía sus pequeños inconvenientes. En su caso, el principal era que él no podía controlar su imaginación, de tal modo que los objetos que se le materializaban no eran los elegidos por él, sino más bien un producto extraño de su subconsciente. Una vez, de hecho, creyó ver una mosca enorme de más de tres metros de longitud, y fueron necesarios diez botes de insecticida para acabar con ella; afortunadamente, en otra ocasión distinguió un barquito velero que, para su sorpresa, se materializó en forma de un yate de quince metros de eslora y con todas las comodidades con el que pasó un verano espectacular en el mar Egeo.

A base de practicar, descubrió que los objetos que veía en las nubes tenían mucho que ver con su estado de ánimo. Estando triste y melancólico, en una ocasión, distinguió un pájaro muerto y, en otra, un elefante sin cabeza. Fue muy desagradable. Cuando se encontraba exhultante y desbordaba fantasía, por contra, se encontraba con objetos legendarios y nunca vistos por ojos humanos, como un unicornio o un billete de quinientos. Utilizó el segundo, por cierto, para fabricarle al primero un pequeño pero confortable establo en el garaje.

Todo iba bien hasta que se enfadĂł. No se enfadĂł con nadie en concreto, con nada en particular. Se enfadĂł con el mundo. Todos nos enfadamos con el mundo, a veces, y lo odiamos tanto como nos odiamos, en esos momentos, a nosotros mismos. Solo que no todos tenemos un don, claro. Él lo tenĂ­a, y cuando le dio por mirar al cielo vio a cuatro jinetes que, entre las nubes algodonosas, dibujaban unos horribles rostros cadavĂ©ricos. BajĂł la vista, pero ya se oĂ­an los gritos que azuzaban a sus fantasmales caballos. "¿El Apocalipsis? No... uno no puede ver un Apocalipsis en las nubes...", pensĂł, pero cuando volviĂł a levantar la vista vio un comulonimbo en forma de sol, de un sol enorme en cuyo seno se alcanzaban temperaturas de hasta 6.000 ÂşC y que, con un millĂłn de kilĂłmetros de diámetro, levantaba enormes olas de devastadora energĂ­a termonuclear.

TratĂł de buscar entre las nubes un extintor, una sombrilla, pero ya era demasiado tarde. Enormes lenguas de fuego lo destrozaban todo a su alrededor y hasta el unicornio balaba estĂşpidamente de desesperaciĂłn en el garaje...

2 comentarios:

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