El dilema del francotirador

"Sitúate en la buhardilla, mantén tu arma apuntando a la entrada del edificio de enfrente, y dispara solo cuando veas salir de ella a un oficial. No necesitamos muertos de segunda fila. Dispara únicamente a los oficiales".
Las Ăłrdenes habĂan sido claras. Y Ă©l, por supuesto, cumplĂa las Ăłrdenes. Solo de esa forma habĂa podido lograr la buena reputaciĂłn entre los altos mandos, la admiraciĂłn entre sus compañeros. Con eso y con una habilidad casi sobrehumana para dar en el blanco desde las más largas distancias.

HabĂa subido a la buhardilla, sigiloso como una sombra, y se habĂa apostado manteniendo la mente alerta y el fusil preparado. HacĂa de aquello más de tres dĂas, y una sensaciĂłn extraña comenzaba a embargarle. Apenas habĂa dormido, apenas habĂa comido, sus provisiones estaban prácticamente agotadas, como sus sentidos, cada vez más reacios a mantener el nivel de atenciĂłn requerido. Por aquella entrada solo habĂan cruzado soldados rasos, inĂştiles jovenzuelos reservados para las guardias más insignificantes. Morralla sin valor alguno.
Ă“rdenes eran Ăłrdenes, sin embargo, y el francotirador seguĂa con la mira preparada, culpabilizándose de las cabezadas dadas durante la noche de forma involuntaria, del dolor que le punzaba la espalda inmĂłvil durante tan largo tiempo, de tres dĂas sin haber provocado una sola baja en el enemigo y sin haber recibido comunicaciĂłn alguna de su propio bando.
SuspirĂł y mirĂł al cielo, de color ceniza y polvo como el suelo allá abajo, como el edificio frente a Ă©l. ObservĂł las ventanas, cerradas a cal y canto, las balconadas picadas de balas y metralla, y un escalofrĂo le recorriĂł el cuerpo. Al otro lado de la calle, en la buhardilla del edificio que se habĂa convertido en su objetivo y su obsesiĂłn, otro francotirador asomaba el fusil entre los postigos y le apuntaba directamente a Ă©l.
Los pensamientos comenzaron a emitir destellos como relámpagos en su cabeza. PensĂł que le habĂan descubierto, que le habĂan tendido una trampa, que su propio ejĂ©rcito habĂa pretendido deshacerse de Ă©l; pensĂł en el francotirador contrario, y le compadeciĂł si es que habĂa pasado, como Ă©l, tres dĂas apuntándole y esperando algĂşn movimiento; supuso que lo mejor serĂa permanecer inmĂłvil, fingir que no habĂa reconocido su particular espada de Damocles pendiendo al otro lado de la calle. Pero la situaciĂłn habĂa llegado a un punto de no retorno en el que se hacĂa imposible no lanzar, cada poco tiempo, ojeadas subrepticias al cañón del arma que apuntaba impasible desde el otro lado.
En ese momento surgiĂł del portal no un oficial cualquiera, sino todo un general con su porte altanero y su uniforme repleto de galones. El francotirador puso el dedo en el gatillo, apuntĂł, pensĂł en el tipo que le apuntaba desde la buhardilla de enfrente, le mirĂł de reojo, volviĂł a apuntar al general, volviĂł a mirar al francotirador enemigo, y cuando decidiĂł que aquel general debĂa ser, contra viento y marea, eliminado por obra y gracia de su punterĂa y determinaciĂłn, que aquella era precisamente la razĂłn de su larga espera, comprendiĂł que era demasiado tarde. Una bala, procedente del otro lado de la calle, se dirigĂa directamente a su cabeza.
¡Fantástico relato!
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