Al salir del cine: ULISES Y LA TRISTEZA (Tan fuerte, tan cerca)
César Bardés [colaborador].-
No hace mucho tiempo un niño partiĂł de su casa en busca de su padre. DividiĂł toda la ciudad en cuadrĂculas, organizĂł sus trayectos, dotĂł de sentido a cada uno de sus actos, intentĂł hallar un sistema para que todo tuviera una exactitud matemática y se hizo la promesa de que nada lo pararĂa, de que su padre le aguardaba con su sonrisa y su oxĂmoron en alguna parte de su corazĂłn. Tan solo se olvidĂł de darse cuenta de que su padre se perdiĂł en algĂşn lugar del asfalto por algo que no tuvo ningĂşn sentido. Y Ulises afrontĂł la tempestad de la tristeza.
Por el camino encontrĂł el cariño, hallĂł la compasiĂłn, conociĂł la dureza, probĂł la ternura, comprobĂł coincidencias y llegĂł a la conclusiĂłn de que su bĂşsqueda era inĂştil. No habĂa nada al otro lado de la ciudad. ¿O sĂ? Tal vez supo llegar a la razĂłn del amor, al autĂ©ntico sentido de todas las cosas, al disfrute de la libertad, al aplauso silencioso, al dĂa sin ayer, a encontrar un significado en todas las cosas, a descubrir que su padre dejĂł las suficientes pistas como para que volviera al regazo de la Ăşnica persona que podrĂa darle todo, como Ă©l lo dio. Incluso la más hermosa de las contradicciones.
El peor de los dĂas fue aquel en que todos nos quedamos atĂłnitos viendo cĂłmo unas gigantescas torres se desplomaban por culpa del odio, de la venganza más cruel. AllĂ murieron miles de personas y otras muchas quedaron afectadas por la peor de las pĂ©rdidas. Y nosotros quedamos paralizados. Incluso hubo algunos que sonrieron porque eso pasaba allĂ, en el paĂs intocable, en la capital financiera del imperio, en el corazĂłn del opresor. Pocos se atrevieron a llamar las cosas por su nombre. Y Stephen Daldry ha hecho una pelĂcula que ataca directamente a la emociĂłn, que busca la lágrima reprimida que debimos derramar, que bucea sin piedad en nuestras entrañas para decirnos que lo mejor del ser humano es nuestra solidaridad, nuestra comprensiĂłn y el cariño que somos capaces de dar porque eso es lo que realmente nos hace inmortales.
En los ojos de un niño se transparentan todas las preguntas que los adultos somos incapaces de contestar. Solo podrá haber sentimientos en comĂşn con alguien que ya dejĂł de hablar pero que mira con sabidurĂa. Quizá otros lleguen al entendimiento porque la tragedia de la soledad que se expone ante ellos es tan abrumadora que hace que cualquier problema sea superable. Algunos creerán que el abrazo es lo Ăşnico que pueden regalar. No importa. Somos personas y como tales deberĂamos contestar a la barbarie, a toda clase de barbarie, cualquiera que sea su procedencia. Lo que hay de humano en nosotros es la mejor arma para decir a los fanáticos, a los intolerantes, a los asesinos y a los monstruos que nunca nos podrán arrebatar la estela de cariño que han dejado tras de sĂ todas aquellas personas que sucumbieron a sus desmanes. El heroĂsmo es esperar el mañana porque, con toda seguridad, estará compuesto de unos pocos gloriosos instantes que no podremos apreciar. El autĂ©ntico enemigo es la indiferencia.
Conocer el pavimento del corazĂłn de un padre entregado es sinĂłnimo de serenidad, de recoger sus experiencias contadas y utilizarlas para pasar de niño a hombre. Ellos, los padres, nos hacen, nos dirigen con las pistas a los misterios más fascinantes, nos preparan para el suave aprendizaje del duro vivir. Sus voces se cuelan por los huesos en las largas noches de espera, cuando, absortos, intentamos captar alguna señal que delate que no se han ido del todo sin darnos cuenta de que esas voces son ellos diciendo que nunca podrán irse. La ciudad será un dĂa mejor. La gente puede hacer que lo sea. Solo hace falta espolear un poco el verdadero sentido de la vida. Dar cariño. Tratarnos como personas. Escuchar y decir. Sin el tiempo acosando. Sin la muerte merodeando. Solo siendo niños que intentan encontrar el sentido de una vida que se acaba porque un desconocido, un mal dĂa, decidiĂł matar a todos los que pudo.
No hace mucho tiempo un niño partiĂł de su casa en busca de su padre. DividiĂł toda la ciudad en cuadrĂculas, organizĂł sus trayectos, dotĂł de sentido a cada uno de sus actos, intentĂł hallar un sistema para que todo tuviera una exactitud matemática y se hizo la promesa de que nada lo pararĂa, de que su padre le aguardaba con su sonrisa y su oxĂmoron en alguna parte de su corazĂłn. Tan solo se olvidĂł de darse cuenta de que su padre se perdiĂł en algĂşn lugar del asfalto por algo que no tuvo ningĂşn sentido. Y Ulises afrontĂł la tempestad de la tristeza.
Por el camino encontrĂł el cariño, hallĂł la compasiĂłn, conociĂł la dureza, probĂł la ternura, comprobĂł coincidencias y llegĂł a la conclusiĂłn de que su bĂşsqueda era inĂştil. No habĂa nada al otro lado de la ciudad. ¿O sĂ? Tal vez supo llegar a la razĂłn del amor, al autĂ©ntico sentido de todas las cosas, al disfrute de la libertad, al aplauso silencioso, al dĂa sin ayer, a encontrar un significado en todas las cosas, a descubrir que su padre dejĂł las suficientes pistas como para que volviera al regazo de la Ăşnica persona que podrĂa darle todo, como Ă©l lo dio. Incluso la más hermosa de las contradicciones.
El peor de los dĂas fue aquel en que todos nos quedamos atĂłnitos viendo cĂłmo unas gigantescas torres se desplomaban por culpa del odio, de la venganza más cruel. AllĂ murieron miles de personas y otras muchas quedaron afectadas por la peor de las pĂ©rdidas. Y nosotros quedamos paralizados. Incluso hubo algunos que sonrieron porque eso pasaba allĂ, en el paĂs intocable, en la capital financiera del imperio, en el corazĂłn del opresor. Pocos se atrevieron a llamar las cosas por su nombre. Y Stephen Daldry ha hecho una pelĂcula que ataca directamente a la emociĂłn, que busca la lágrima reprimida que debimos derramar, que bucea sin piedad en nuestras entrañas para decirnos que lo mejor del ser humano es nuestra solidaridad, nuestra comprensiĂłn y el cariño que somos capaces de dar porque eso es lo que realmente nos hace inmortales.
En los ojos de un niño se transparentan todas las preguntas que los adultos somos incapaces de contestar. Solo podrá haber sentimientos en comĂşn con alguien que ya dejĂł de hablar pero que mira con sabidurĂa. Quizá otros lleguen al entendimiento porque la tragedia de la soledad que se expone ante ellos es tan abrumadora que hace que cualquier problema sea superable. Algunos creerán que el abrazo es lo Ăşnico que pueden regalar. No importa. Somos personas y como tales deberĂamos contestar a la barbarie, a toda clase de barbarie, cualquiera que sea su procedencia. Lo que hay de humano en nosotros es la mejor arma para decir a los fanáticos, a los intolerantes, a los asesinos y a los monstruos que nunca nos podrán arrebatar la estela de cariño que han dejado tras de sĂ todas aquellas personas que sucumbieron a sus desmanes. El heroĂsmo es esperar el mañana porque, con toda seguridad, estará compuesto de unos pocos gloriosos instantes que no podremos apreciar. El autĂ©ntico enemigo es la indiferencia.
Conocer el pavimento del corazĂłn de un padre entregado es sinĂłnimo de serenidad, de recoger sus experiencias contadas y utilizarlas para pasar de niño a hombre. Ellos, los padres, nos hacen, nos dirigen con las pistas a los misterios más fascinantes, nos preparan para el suave aprendizaje del duro vivir. Sus voces se cuelan por los huesos en las largas noches de espera, cuando, absortos, intentamos captar alguna señal que delate que no se han ido del todo sin darnos cuenta de que esas voces son ellos diciendo que nunca podrán irse. La ciudad será un dĂa mejor. La gente puede hacer que lo sea. Solo hace falta espolear un poco el verdadero sentido de la vida. Dar cariño. Tratarnos como personas. Escuchar y decir. Sin el tiempo acosando. Sin la muerte merodeando. Solo siendo niños que intentan encontrar el sentido de una vida que se acaba porque un desconocido, un mal dĂa, decidiĂł matar a todos los que pudo.
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