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Al salir del cine: EN LAS PAREDES DE CAL (Grupo 7)

César Bardés [colaborador].-

Escarbar en la basura para encontrar las lombrices y luego comérselas. El trabajo de la policía de narcóticos es así de fácil. En el infierno todo es blanco y correr para coger a un maldito traficante es ser parte del problema. Poco a poco, se traspasa una línea divisoria, más tarde una orilla, luego una frontera. La tentación está ahí y la pistola cada vez pesa más en la sobaquera. Sevilla agoniza mientras el efímero desarrollismo se desata sin límite. De aquellas lluvias también llegaron estos lodos.

La ciudad llena de polvo y rabia es testigo de unas miradas agotadas de tanto luchar, de batirse contra gigantes con apenas una lanza y unas buenas dosis de mala leche. La violencia aparece para igualar un poco el combate y aún así no es suficiente. Siempre hay otro escalón que subir y las ganas de romperle los dientes a más de uno son grandes. Cervezas y tapas para cubrir las carencias que tienen en sus vidas los buenos policías. O tal vez no sean tan buenos. Tal vez las carencias sean tan grandes que ni siquiera puedan esconderse detrás de la placa.

Las ilusiones del novato están ahí, creyendo que hace algo justo, que la limpieza de lombrices sirve para algo más que para presentar una basura decente. La pasión está en el día a día y, sin embargo, todo se apaga porque todo comienza a aparecer sucio y deprimente. Los amigos son tan sucios como la basura que tocan y la vida comienza a tener el precio de una papelina.

La mirada del tipo con experiencia es más de dolor que de sabiduría. Todo lo que ama, muere. Cuando tiene algo que amar, se ablandan los métodos. La barba esconde demasiadas cicatrices y la violencia puede ser una buena respuesta en un momento dado, pero no siempre. No siempre.



El humor ayuda a sobrellevar la repugnancia. Vivir el momento. No pensar demasiado en la noche al calor del hogar. Ahora una cerveza. Después un whisky. Y luego unas almendritas. No habrá recompensas. Solo el oropel de una ciudad que estaba demasiado hundida y que se vende como el paraíso.

La juventud es puro impulso y la impaciencia ahoga a la razón. El miedo acosa cuando las tornas se vuelven y un mordisco es lo que cuenta. Más allá de eso, no hay más que la ley del más fuerte. Fin del asunto. Al infierno con la misión.

Alberto Fernández dirige con buen pulso una historia que recuerda en intenciones a aquella pequeña maravilla que era Los nuevos centuriones, de Richard Fleischer, e intenta controlar la historia con mano firme aunque se escapa la regularidad del entramado en algún momento. En el papel estelar, Mario Casas aporta mucho físico, intensidad juvenil y aún poca interpretación. Detrás de él, eso sí, está el buen hacer de Antonio de la Torre, complejo dominador de miradas, sin apenas diálogos pero con el punto cogido y la respuesta aplazada. El resto del reparto se muestra competente sin alardes y el resultado es una película que quiere recrear las películas de mediados de los setenta de Sidney Lumet con un escenario propio, con ideas valientes y vigorosas y que se deja ver entre el olor de la cal blanca de la capital hispalense, de sus aceras y puentes, de las pintadas de sus paredes. La película es sobre unos hombres que fueron más allá de sus deberes para poder cumplir con sus obligaciones quedando atrás en el devenir del progreso pero también sobre una ciudad que parece que palpita y muere en cada salto y en cada carrera. A cada disparo hay una herida que no se puede curar y este grupo de policías tiene demasiada sangre seca en la piel y un agotamiento que nunca será pagado. Y, eso sí, lo que son está perpetuado en las paredes de cal de una ciudad tan insustituible como angustiante.

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