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Al salir del cine: EL INFIERNO DE LA FE (Red State)

César Bardés [colaborador].-

Cuesta imaginar a Michael Parks, aquel efebo inmaculado que interpretó al virginal Adán hecho de carne y barro en La Biblia, de John Huston como el implacable predicador de una iglesia imaginaria que preconizaba el exterminio homosexual y la justificación de la fe a través de las armas en esta película de Kevin Smith. Suyos son los pasajes más farragosos y burdos de una historia que coquetea peligrosamente con la basura y que termina siendo un compendio de casualidades que convierten a la fe en una pura coincidencia.

Menos cuesta disfrutar con John Goodman, intenso y bastante incrédulo con la imposible misión policial que le es encomendada, buscando con los ojos explicaciones y rebelándose con furia ante algo que es tan execrable como esa fe vendida con el envoltorio de la violencia como atractivo. Pero su sola presencia no basta como para salvar una historia que, no por haber pasado, resulta más creíble. Y es que Kevin Smith dispara en todas las direcciones intentando unir el fondo con la forma y lo que le sale es algo incómodo pero también bastante absurdo, con momentos que pretenden arrancar una carcajada malsana al mejor estilo de Quentin Tarantino. Debo comunicar, con profunda consternación que Kevin Smith no es Quentin Tarantino ni por casualidad. Soy así de categórico.

 
Aún es más paradójico que se utilice a un actor de probada solvencia como Kevin Pollak en una aparición de menos de un minuto, tan prescindible como inútil, quizá para evitar que el espectador pueda identificarse con alguno de los personajes puesto que todo enfila por los caminos ilógicos de unas reacciones que, siendo comprensibles, importan menos que una interminable charla sobre los principios y motivaciones de una iglesia inexistente.

Está claro que Kevin Smith, creyendo que su arte es inconmensurable, decide jugar a conciencia con el espectador, no dando tiempo a simpatizar con nadie de la pintoresca galería de caracteres dibujados. Y todo para lanzar el consabido mensaje de que los fanatismos son horriblemente malos, vengan de quien vengan, incluso de un Estado que maneja los hechos a su conveniencia tan solo para justificar su propia inutilidad, su desidia evidente, su contribución al desprecio. No en vano, todo el caso se cierra el día anterior en que el diablo cogió unos aviones y se estrellaron contra las pecaminosas torres de Babel del World Trade Center.

No cabe duda, por otro lado, de que la historia, manejada por otras manos más expertas en nudos y desarrollos que en supuestos mensajes de fe manipulada y asesinatos consentidos desde las altas instancias. Incluso siendo un tema bastante visto, hubiera admitido toques de originalidad que aquí parecen puestos como acentos para dejar bien evidente que su talento tiene ramalazos de genio. Y así se llega a la mediocridad. No hace falta ser ningún director de cine para saberlo. La fe desde el punto de vista del fanatismo solo puede llevar al odio, expansivo e indiferente, inhumano y alejado de cualquier principio noble. Y estoy hablando de la fe y no de la iglesia, de cualquier iglesia. El Estado, cuando tiene que tapar sus propias vergüenzas, se convierte en una fábrica de delincuentes y de asesinos, lo que conlleva también la aparición del fanatismo. Y al infierno con los dos. Que se quemen en la cólera de la razón. La cultura protege de la manipulación. La vida no necesita de alienaciones. Necesita de miradas certeras, convincentes, con talento, con ideas de solidaridad cualquiera que sea la procedencia. Lo demás es un invento del hombre usurpando el papel a Satanás. Lo demás es la orgía de lo que el hombre lleva persiguiendo desde el principio de su existencia: el poder que emana de nuestros propios infiernos.

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