Al salir del cine: LA CRUZ DE CREER (La sombra de los otros)
César Bardés [colaborador].-
La vida, a veces, golpea demasiado fuerte como para que todo vuelva a estar en orden. El tiempo solo consigue que el dolor, la pena y la rabia se atenúen y queden en estado de duermevela, como si fueran una presencia constante, latente y torturante. Las personas ya no vuelven a ser las mismas porque, en ellas, hay sombras de la felicidad que un día poseyeron. La cruz de creer se vuelve más, mucho más pesada. La desgracia es la mejor vacuna contra la fe. Y, sin embargo, esa fe tal vez sea un último refugio, un último consuelo sin imágenes, sin corporeidad, sin más respuesta que el silencio que siempre devuelve la nada.
Y una psiquiatra que lo ha perdido todo y que intenta, con paciencia y lágrimas, volver a reconstruir su vida, ladrillo a ladrillo, tiene que enfrentarse al sórdido mundo de los asesinos en serie que exhiben trastornos de personalidad múltiple que, históricamente, han sido muy mal expresados. De pronto, alguien especial aparece. Alguien que no tiene los síntomas normales. Alguien que se deforma para volver a ser otro. Alguien que ya murió.
En ese mundo de crueldad mental infinita, la manipulación de un padre que intenta ayudar y mantener el interés de su hija, se transforma también en una traición, en una desconfianza insalvable. Las oraciones caen al vacío y la desesperación parece apoderarse de los que ya no tienen razones para creer y han elegido ignorar a Dios. Las historias ancestrales aparecen, los poderes sobrenaturales despuntan, el crimen místico es la misma expresión del ateísmo. Retorcimiento de ánimo. Cuentas sin ajustar con la odiosa humanidad...
Lástima que, de una premisa que se antoja endiabladamente interesante, esta película se pierda por culpa de un intérprete que no deja de ser rematadamente mediocre como Jonathan Rhys-Meyers, falto de recursos para interpretar tantos papeles aunque, en algún momento, llega a exhibir una apreciable pátina de ambigüedad. Pero hay más culpables. Detalles de guión que se antojan absurdos como el encuentro de una llave en la calle que abre una puerta cerrada a cal y canto, o que las razones de toda la maldición sean más confusas que una tos rellena de barro. En sí, la cinta está bien dirigida, con sobriedad, con una virtud que la hace más inquietante que el resto de las películas de su género y es la falta de precipitación. Los tiempos están muy bien medidos y la cámara parece seguir con pasos silenciosos los avatares de esta doctora que resulta, como siempre, eficazmente encarnada bajo el difícil rostro de Julianne Moore. Por lo demás, también hay pequeños giros argumentalmente interesantes que se vuelven ligeramente repetitivos hacia el final y llevan a la inevitable conclusión de que, si hubiera habido más trabajo pensando en los porqués, ahora estaríamos menos pendientes de los cómos.
Así pues, como resultado de un exhaustivo análisis científico, podemos afirmar con toda seguridad de que estamos ante una de esas películas que se centran en la grandeza y en la venganza que se toma el amor de Dios. La sangre se acelera en determinados momentos en los que los espíritus del misterio y de la intriga parecen cobrar un cierto protagonismo pero todo es débil en su concepción y famélico en su desarrollo. Hay convicción detrás de las cámaras pero eso no basta para realizar una parábola sobre un mundo que, además de muchas otras crisis, también padece la de la fe. Y así, tenemos el caldo de cultivo ideal para un montón de ideas atrasadas que no convencen a los que dejan de elegir. El asesinato sin razones, la barbarie sin motivos, la falta de confianza en nada que merezca la pena...esas son también las razones del agnosticismo. De esta forma, como sin quererlo, en un susurro, vamos perdiendo la cruz y el camino. Y somos peregrinos del olvido, del desprecio y del fanatismo.
La vida, a veces, golpea demasiado fuerte como para que todo vuelva a estar en orden. El tiempo solo consigue que el dolor, la pena y la rabia se atenúen y queden en estado de duermevela, como si fueran una presencia constante, latente y torturante. Las personas ya no vuelven a ser las mismas porque, en ellas, hay sombras de la felicidad que un día poseyeron. La cruz de creer se vuelve más, mucho más pesada. La desgracia es la mejor vacuna contra la fe. Y, sin embargo, esa fe tal vez sea un último refugio, un último consuelo sin imágenes, sin corporeidad, sin más respuesta que el silencio que siempre devuelve la nada.
Y una psiquiatra que lo ha perdido todo y que intenta, con paciencia y lágrimas, volver a reconstruir su vida, ladrillo a ladrillo, tiene que enfrentarse al sórdido mundo de los asesinos en serie que exhiben trastornos de personalidad múltiple que, históricamente, han sido muy mal expresados. De pronto, alguien especial aparece. Alguien que no tiene los síntomas normales. Alguien que se deforma para volver a ser otro. Alguien que ya murió.
En ese mundo de crueldad mental infinita, la manipulación de un padre que intenta ayudar y mantener el interés de su hija, se transforma también en una traición, en una desconfianza insalvable. Las oraciones caen al vacío y la desesperación parece apoderarse de los que ya no tienen razones para creer y han elegido ignorar a Dios. Las historias ancestrales aparecen, los poderes sobrenaturales despuntan, el crimen místico es la misma expresión del ateísmo. Retorcimiento de ánimo. Cuentas sin ajustar con la odiosa humanidad...
Lástima que, de una premisa que se antoja endiabladamente interesante, esta película se pierda por culpa de un intérprete que no deja de ser rematadamente mediocre como Jonathan Rhys-Meyers, falto de recursos para interpretar tantos papeles aunque, en algún momento, llega a exhibir una apreciable pátina de ambigüedad. Pero hay más culpables. Detalles de guión que se antojan absurdos como el encuentro de una llave en la calle que abre una puerta cerrada a cal y canto, o que las razones de toda la maldición sean más confusas que una tos rellena de barro. En sí, la cinta está bien dirigida, con sobriedad, con una virtud que la hace más inquietante que el resto de las películas de su género y es la falta de precipitación. Los tiempos están muy bien medidos y la cámara parece seguir con pasos silenciosos los avatares de esta doctora que resulta, como siempre, eficazmente encarnada bajo el difícil rostro de Julianne Moore. Por lo demás, también hay pequeños giros argumentalmente interesantes que se vuelven ligeramente repetitivos hacia el final y llevan a la inevitable conclusión de que, si hubiera habido más trabajo pensando en los porqués, ahora estaríamos menos pendientes de los cómos.
Así pues, como resultado de un exhaustivo análisis científico, podemos afirmar con toda seguridad de que estamos ante una de esas películas que se centran en la grandeza y en la venganza que se toma el amor de Dios. La sangre se acelera en determinados momentos en los que los espíritus del misterio y de la intriga parecen cobrar un cierto protagonismo pero todo es débil en su concepción y famélico en su desarrollo. Hay convicción detrás de las cámaras pero eso no basta para realizar una parábola sobre un mundo que, además de muchas otras crisis, también padece la de la fe. Y así, tenemos el caldo de cultivo ideal para un montón de ideas atrasadas que no convencen a los que dejan de elegir. El asesinato sin razones, la barbarie sin motivos, la falta de confianza en nada que merezca la pena...esas son también las razones del agnosticismo. De esta forma, como sin quererlo, en un susurro, vamos perdiendo la cruz y el camino. Y somos peregrinos del olvido, del desprecio y del fanatismo.
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