Al salir del cine: ELEMENTAL, QUERIDO GALDÓS (Holmes y Watson: Madrid days)
César Bardés [colaborador].-
Cuadros costumbristas que extrañan y fascinan al rígido y metódico visitante británico. Tierra imprevisible que puede sorprender por su incultura recalcitrante o su pasión por lo más pequeño. Siniestros personajes de altas finanzas que conspiran para derramar sangre a cambio de un desprecio de la conciencia. La oscuridad se cierne y los desconchones que proliferan en las fachadas del Madrid de Galdós son testigos de horribles crímenes y de choques de mentalidades.
Y, en esta ocasión, estamos ante un Sherlock Holmes que parece triste, como melancólico, algo lánguido, entregado a una soledad ganada a pulso mediante la ausencia de compromiso reiterada. Amar es la mayor aventura y el gran detective se niega a que ese misterio de carne atraída y de ternuras imposibles consiga un hogar entre su mente deductiva. Holmes queda fascinado por un Madrid que está en las antípodas de su estilo de vida, que es capaz de sacar alegría de una situación fantasmal, que despide a Albéniz con una fiesta y celebra a Galdós como su escritor fundamental. Holmes tampoco es, salvo en una rara ocasión, un cerebro capaz de sacar una historia de apenas una pista. Es un personaje falible, cobarde, que huye ante la responsabilidad y que cree que, en Madrid, es inútil razonar porque el desastre se intuye a cada vuelta de esquina.
Por otro lado, Watson es apenas un comparsa. De físico adecuado y de decidida voluntad, se dedica casi exclusivamente a los placeres del amor, al cortejo indeseado, a la frivolidad efímera. Nada hay que delate en él su condición de digno compañero de la misma inteligencia salvo una evidente sumisión al privilegio de observar. Watson, a pesar de su maravillosa voz, es una sombra que se pasea con el único fin de hacer presentes los flecos de un mito.
Por lo demás, hay momentos de soberbia mirada, de decorados excepcionales y algún que otro truco para evitar la escasez de medios pero no hay misterio que resolver, no hay sospechosos habituales, no hay nunca un quién porque, la verdad, se habla mucho más del amor que de la muerte, por mucho que ésta sea violenta, descarnada y cruel. Incluso hay fogonazos de lucidez que proponen una vuelta a aquellas Asesinato por decreto, de Bob Clark, con un Christopher Plummer desenfadado y dinámico y un James Mason que consiguió uno de los más espléndidos retratos del afamado médico; o de la estupenda Elemental, doctor Freud, de Herbert Ross, con Nicol Williamson perdido en las brumas de la solución al siete por ciento y con un Robert Duvall con más de un parecido al Watson que aquí se intenta presentar. Pero el ritmo cansino se hace patente, la inevitable admiración por el mal se queda corta, hay apreciaciones sobre el carácter y las costumbres hispanas que no pasan de ser un ejercicio de elucubración interesante pero fútil. Y ahí caben todos los tópicos que van desde el flamenco a los toros, desde el mantón de Manila a la acostumbrada dejadez en cualquier trabajo de precisión. Nada que sepa a mucho, salvo una taza de té degustada con lentitud, con cierto gusto a mitad del ágape y con la sensación de que se ha tomado un poco de agua hervida sin demasiada gracia.
Aún así, el intento está cuidado y merece el aprecio de un riesgo bien asumido. Resolver las claves de un personaje tan conocido no es tarea fácil y, tal vez, habría sido valioso construir un misterio con sólidos indicios para dar una visión de lo que una mente tan preclara piensa en una ciudad de imprevistos y de desvíos, que no da pistas al visitante, que se niega a ser encuadrada en la misma categoría que muchas otras ciudades europeas más cosmopolitas y menos empobrecidas. La proyección de lo que se quiere decir con estos días amargos es nítida y, tal vez, España es el único país que tiene fuerzas para sonreír aunque las puñaladas caigan sin piedad sobre los más desfavorecidos. Elemental, querido Galdós.
Cuadros costumbristas que extrañan y fascinan al rígido y metódico visitante británico. Tierra imprevisible que puede sorprender por su incultura recalcitrante o su pasión por lo más pequeño. Siniestros personajes de altas finanzas que conspiran para derramar sangre a cambio de un desprecio de la conciencia. La oscuridad se cierne y los desconchones que proliferan en las fachadas del Madrid de Galdós son testigos de horribles crímenes y de choques de mentalidades.
Y, en esta ocasión, estamos ante un Sherlock Holmes que parece triste, como melancólico, algo lánguido, entregado a una soledad ganada a pulso mediante la ausencia de compromiso reiterada. Amar es la mayor aventura y el gran detective se niega a que ese misterio de carne atraída y de ternuras imposibles consiga un hogar entre su mente deductiva. Holmes queda fascinado por un Madrid que está en las antípodas de su estilo de vida, que es capaz de sacar alegría de una situación fantasmal, que despide a Albéniz con una fiesta y celebra a Galdós como su escritor fundamental. Holmes tampoco es, salvo en una rara ocasión, un cerebro capaz de sacar una historia de apenas una pista. Es un personaje falible, cobarde, que huye ante la responsabilidad y que cree que, en Madrid, es inútil razonar porque el desastre se intuye a cada vuelta de esquina.
Por otro lado, Watson es apenas un comparsa. De físico adecuado y de decidida voluntad, se dedica casi exclusivamente a los placeres del amor, al cortejo indeseado, a la frivolidad efímera. Nada hay que delate en él su condición de digno compañero de la misma inteligencia salvo una evidente sumisión al privilegio de observar. Watson, a pesar de su maravillosa voz, es una sombra que se pasea con el único fin de hacer presentes los flecos de un mito.
Por lo demás, hay momentos de soberbia mirada, de decorados excepcionales y algún que otro truco para evitar la escasez de medios pero no hay misterio que resolver, no hay sospechosos habituales, no hay nunca un quién porque, la verdad, se habla mucho más del amor que de la muerte, por mucho que ésta sea violenta, descarnada y cruel. Incluso hay fogonazos de lucidez que proponen una vuelta a aquellas Asesinato por decreto, de Bob Clark, con un Christopher Plummer desenfadado y dinámico y un James Mason que consiguió uno de los más espléndidos retratos del afamado médico; o de la estupenda Elemental, doctor Freud, de Herbert Ross, con Nicol Williamson perdido en las brumas de la solución al siete por ciento y con un Robert Duvall con más de un parecido al Watson que aquí se intenta presentar. Pero el ritmo cansino se hace patente, la inevitable admiración por el mal se queda corta, hay apreciaciones sobre el carácter y las costumbres hispanas que no pasan de ser un ejercicio de elucubración interesante pero fútil. Y ahí caben todos los tópicos que van desde el flamenco a los toros, desde el mantón de Manila a la acostumbrada dejadez en cualquier trabajo de precisión. Nada que sepa a mucho, salvo una taza de té degustada con lentitud, con cierto gusto a mitad del ágape y con la sensación de que se ha tomado un poco de agua hervida sin demasiada gracia.
Aún así, el intento está cuidado y merece el aprecio de un riesgo bien asumido. Resolver las claves de un personaje tan conocido no es tarea fácil y, tal vez, habría sido valioso construir un misterio con sólidos indicios para dar una visión de lo que una mente tan preclara piensa en una ciudad de imprevistos y de desvíos, que no da pistas al visitante, que se niega a ser encuadrada en la misma categoría que muchas otras ciudades europeas más cosmopolitas y menos empobrecidas. La proyección de lo que se quiere decir con estos días amargos es nítida y, tal vez, España es el único país que tiene fuerzas para sonreír aunque las puñaladas caigan sin piedad sobre los más desfavorecidos. Elemental, querido Galdós.
Garci es uno de mis directores favoritos. Me gusta su cine, las historias y cómo las cuenta y seguro que este Holmes me gustará también.
ResponderEliminarEs muy probable que te guste. Lástima que tenga un "leitmotiv" tan fuerte como un misterio y que, francamente, le dé un poco igual. De todas formas, Madrid aparece muy bien retratada, con sus callejones a lo Neville, con sus parques (incluso uno de ellos puesto como fondo aunque, en ese momento, la acción transcurre en Inglaterra). La verdad, en lugar de Holmes y Watson, podría haber puesto perfectamente a cualquier otro personaje británico que no tuviera unas reminiscencias tan intrigantes.
ResponderEliminarGracias y un saludo.