Al salir del cine: EL DELITO DEL TIEMPO (Looper)
César Bardés [colaborador].-
El presente y el futuro parecen dos fuerzas condenadas a enfrentarse en la eternidad. Su conexiĂłn es tan Ăntima que ambas están condicionadas. Queremos cambiar el presente para tener el mejor futuro posible. El futuro, tarde o temprano, tambiĂ©n se hace presente y seguimos queriendo cambiarlo por algo mejor porque no todo se ha realizado, no todo se ha conseguido. La felicidad y la calma suelen ser visitantes demasiado efĂmeros y entonces el futuro, el presente, viene a nuestro encuentro y tenemos que morir para que nada se haga realidad, todo sea un sueño, todo sea una simple visiĂłn que puede o no puede ser verdad.
Y cuando miramos a los ojos del ser humano en el que nos convertiremos dentro de treinta años, vemos que ahà hay demasiado dolor, demasiado pasado para querer vivir el futuro. El oro y la plata brillan hoy pero, tal vez, su fulgor no sea visible mañana. Y todo es un interminable y saturante bucle, que deja lágrimas, sangre, violencia, horror, sufrimiento y renuncia y no ha cambiado nada. El futuro es siempre el presente.
El alrededor se convierte en un circo de oscuridad, de esperpentos morales que van a la deriva porque nada tiene sentido. El camino que parece decidido es un deslizante pasillo hacia el equilibrio más precario. El disparo resuena como un martillo en el pecho, rompiendo huesos y vĂsceras, obligando a no mirar hacia delante. La sangre brota a borbotones empapando lo actual de razones perdidas y egoĂsmos acerados. Todo fluye en muchas direcciones pero solo una es la correcta.
Partiendo de un argumento atractivo, estamos ante una de esas pelĂculas que avanza a trompicones, que se demora en tranquilidades que no cuadran con un tiempo que siempre sigue su destino y que, a cada segundo, comete el delito de continuar. Es el gran defecto al que nos condena el maldito segundero. No se queda, no se perpetĂşa de ninguna manera. Nos atenaza durante un segundo para volver a hacerlo en el siguiente, de otra forma, sin dilaciĂłn, implacable, cruel, rĂtmico. Se asesina a sĂ mismo para volver a nacer. El tiempo es el indicador del fracaso o del Ă©xito. Es el juez y es la vĂctima. Es la permanente certeza de que la vida se escapa.
Disparando a todas partes, Rian Philips consigue una pelĂcula que incomoda, que no deja resquicio y que tampoco convence. Porque lo que quiere ser una fábula de violencia se convierte en un cuento fácil, en un mĂsero reflejo en el que nos damos cuenta de que nunca seremos la persona que realmente quisimos ser. Ni siquiera un actor que ha mostrado su talento prometedor como Joseph Gordon-Levitt consigue dar con el tono del personaje tal vez porque, en un error de enfoque y sospecho que de direcciĂłn, se ha decidido que Ă©l intente imitar al futuro, encarnado por Bruce Willis, y no al revĂ©s. El resultado es que Willis, sin mucho personaje en donde escarbar, le da lecciones sobre el estar, el actuar y el saber y todo se desdibuja peligrosamente en algunos callejones sin salida, segundos de suspensiĂłn que se entretienen en algĂşn que otro personaje absurdo, en la insistente pretensiĂłn de mostrar un futuro feo, retratado como un tugurio al aire libre aunque el local donde se dan cita todos los asesinos del porvenir sea nada más y nada menos que La belle Aurore, homĂłnimo de aquel otro en el que los cañones se confundĂan con los latidos del corazĂłn en un ParĂs que muere para volver a revivir en Casablanca.
Si queremos cambiar el futuro, asesinemos el presente. Disparemos un tiro en medio del corazón de todo lo que podemos llegar a ser. Quizá se abran otros horizontes, otras posibilidades que sean mejores, otros horizontes más despejados, más sinceros, más humanos. Hagamos que ese presente cambie, no esperemos al segundo siguiente. Será demasiado tarde para que podamos hacer aquellos que una vez soñamos.
El presente y el futuro parecen dos fuerzas condenadas a enfrentarse en la eternidad. Su conexiĂłn es tan Ăntima que ambas están condicionadas. Queremos cambiar el presente para tener el mejor futuro posible. El futuro, tarde o temprano, tambiĂ©n se hace presente y seguimos queriendo cambiarlo por algo mejor porque no todo se ha realizado, no todo se ha conseguido. La felicidad y la calma suelen ser visitantes demasiado efĂmeros y entonces el futuro, el presente, viene a nuestro encuentro y tenemos que morir para que nada se haga realidad, todo sea un sueño, todo sea una simple visiĂłn que puede o no puede ser verdad.
Y cuando miramos a los ojos del ser humano en el que nos convertiremos dentro de treinta años, vemos que ahà hay demasiado dolor, demasiado pasado para querer vivir el futuro. El oro y la plata brillan hoy pero, tal vez, su fulgor no sea visible mañana. Y todo es un interminable y saturante bucle, que deja lágrimas, sangre, violencia, horror, sufrimiento y renuncia y no ha cambiado nada. El futuro es siempre el presente.
El alrededor se convierte en un circo de oscuridad, de esperpentos morales que van a la deriva porque nada tiene sentido. El camino que parece decidido es un deslizante pasillo hacia el equilibrio más precario. El disparo resuena como un martillo en el pecho, rompiendo huesos y vĂsceras, obligando a no mirar hacia delante. La sangre brota a borbotones empapando lo actual de razones perdidas y egoĂsmos acerados. Todo fluye en muchas direcciones pero solo una es la correcta.
Partiendo de un argumento atractivo, estamos ante una de esas pelĂculas que avanza a trompicones, que se demora en tranquilidades que no cuadran con un tiempo que siempre sigue su destino y que, a cada segundo, comete el delito de continuar. Es el gran defecto al que nos condena el maldito segundero. No se queda, no se perpetĂşa de ninguna manera. Nos atenaza durante un segundo para volver a hacerlo en el siguiente, de otra forma, sin dilaciĂłn, implacable, cruel, rĂtmico. Se asesina a sĂ mismo para volver a nacer. El tiempo es el indicador del fracaso o del Ă©xito. Es el juez y es la vĂctima. Es la permanente certeza de que la vida se escapa.
Disparando a todas partes, Rian Philips consigue una pelĂcula que incomoda, que no deja resquicio y que tampoco convence. Porque lo que quiere ser una fábula de violencia se convierte en un cuento fácil, en un mĂsero reflejo en el que nos damos cuenta de que nunca seremos la persona que realmente quisimos ser. Ni siquiera un actor que ha mostrado su talento prometedor como Joseph Gordon-Levitt consigue dar con el tono del personaje tal vez porque, en un error de enfoque y sospecho que de direcciĂłn, se ha decidido que Ă©l intente imitar al futuro, encarnado por Bruce Willis, y no al revĂ©s. El resultado es que Willis, sin mucho personaje en donde escarbar, le da lecciones sobre el estar, el actuar y el saber y todo se desdibuja peligrosamente en algunos callejones sin salida, segundos de suspensiĂłn que se entretienen en algĂşn que otro personaje absurdo, en la insistente pretensiĂłn de mostrar un futuro feo, retratado como un tugurio al aire libre aunque el local donde se dan cita todos los asesinos del porvenir sea nada más y nada menos que La belle Aurore, homĂłnimo de aquel otro en el que los cañones se confundĂan con los latidos del corazĂłn en un ParĂs que muere para volver a revivir en Casablanca.
Si queremos cambiar el futuro, asesinemos el presente. Disparemos un tiro en medio del corazón de todo lo que podemos llegar a ser. Quizá se abran otros horizontes, otras posibilidades que sean mejores, otros horizontes más despejados, más sinceros, más humanos. Hagamos que ese presente cambie, no esperemos al segundo siguiente. Será demasiado tarde para que podamos hacer aquellos que una vez soñamos.
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