Al salir del cine: NOSTALGIA GRAVIS (A Roma con amor)
César Bardés [colaborador].-
Por una vez, las calles parecen jardines que salvan las calzadas con puentes de un verde cálido. Los adoquines abrazan los pasos, acogiéndolos con el suave resonar de la comodidad. Las historias saltan de acera en acera, buscando pensamientos en los que cobijarse. Los desconchones de las esquinas son testigos de encuentros que parecen hijos de la suerte, casualidades de la verdad, nostalgias en grado agudo que hacen que deletreemos al revés el nombre de la ciudad que es antigüedad, que es caos y es pérdida, que es locura y es sonrisa, que es parodia y levedad, que es la intrascendencia de la anécdota llevada a la imaginación de unas cuantas verdades. Roma. Amor. Todo es según se mire.
En una esquina, alrededor de una partitura, tenemos a un hombre que se niega a permanecer inactivo y que siente nostalgia de sentirse en el remolino del arte. Es capaz de despreciar a las turbulencias aunque sus ideas sean pura inestabilidad. Roma le agarra con fuerza con sus calles atestadas de arias y recitativos. La música es la insistencia de la razón. Es la lógica de su devenir. Y más vale quedar como un imbécil que no quedar como nada.
En el centro, tenemos a una pareja de reciĂ©n casados. Ingenua ella, amante de las apariencias, Ă©l. Y Roma, con sus callejas intrincadas y sus explicaciones imposibles consiguen extraviar sus planes. Por el camino, parece erguirse de fondo la sombra de Billy Wilder y su BĂ©same, tonto con aquella jugada de intercambiar papeles entre esposa y ramera. Eso sĂ, la complaciente farándula de una ciudad que parece posar a cada fotograma tendrá su protagonismo pasado por el tamiz de lo ridĂculo.
En el fondo, un estudiante de arquitectura se encapricha de una chica con menos atractivo que una salsa de tomate empapada en vino. La lluvia acaricia sus sentidos y los dos o tres tĂłpicos sobre la cultura son moneda de intercambio que aparece machacada por la voz de la conciencia de un Ădolo que solo quiere inundarse de nostalgia y recordar la ingenuidad de su juventud, los errores evidentes de la pasiĂłn juvenil y, de paso, la insoportable vanidad de la nada disfrazada de algo.
En primer plano, un individuo normal y corriente comienza a ser famoso. No ha hecho nada para serlo pero, mira, parece que las cámaras no tienen otro lugar hacia el que apuntar. La reflexiĂłn de la fama pasa por considerarla una prostituta que hoy se empeña en estar contigo pero que, mañana cruzará la acera, se fijará en otro y se marchará con Ă©l. Pero la fama es molesta, es la conversaciĂłn interrumpida, es la pregunta estĂşpida, es el acoso continuo, es el espectáculo de la intimidad. Cuando se va, el alivio asoma la cabeza y, eso sĂ, no se puede perder la sensaciĂłn de que ha dejado un rastro demasiado adictivo, demasiado verdadero, demasiado leve y, sin embargo, demasiado importante para algunos individuos que, en realidad, son el capullo de la esquina.
Y asĂ Roma muestra algunos de sus encantos. La ciudad se desnuda, se exhibe, se tapa, se esconde, se vende y se guarda. Al fin y al cabo, las historias abundan, las motos petardean, las simpatĂas proliferan, los monumentos esperan. Hay mucho de Woody Allen en ella aunque, a la salida, quede una leve pisada de liviandad, de algo que no pasa de ser meramente anecdĂłtico pero irremediablemente divertido. No importa. Es como disfrutar de un paseo por algunos de los lugares por los que paseaste en una noche agradable cogido de la mano de alguien. Es como disfrutar de una suave bebida en una terraza en la que, por una vez, no se mira a la ciudad sino que la ciudad te mira a ti. Es como darse una ducha mientras uno canta a pleno pulmĂłn con el aplauso del agua en los azulejos. Es vencer a la seriedad mientras te pierdes en el laberinto de calles y de vidas. Es abandonarse a un caso evidente de nostalgia gravis.
Por una vez, las calles parecen jardines que salvan las calzadas con puentes de un verde cálido. Los adoquines abrazan los pasos, acogiéndolos con el suave resonar de la comodidad. Las historias saltan de acera en acera, buscando pensamientos en los que cobijarse. Los desconchones de las esquinas son testigos de encuentros que parecen hijos de la suerte, casualidades de la verdad, nostalgias en grado agudo que hacen que deletreemos al revés el nombre de la ciudad que es antigüedad, que es caos y es pérdida, que es locura y es sonrisa, que es parodia y levedad, que es la intrascendencia de la anécdota llevada a la imaginación de unas cuantas verdades. Roma. Amor. Todo es según se mire.
En una esquina, alrededor de una partitura, tenemos a un hombre que se niega a permanecer inactivo y que siente nostalgia de sentirse en el remolino del arte. Es capaz de despreciar a las turbulencias aunque sus ideas sean pura inestabilidad. Roma le agarra con fuerza con sus calles atestadas de arias y recitativos. La música es la insistencia de la razón. Es la lógica de su devenir. Y más vale quedar como un imbécil que no quedar como nada.
En el centro, tenemos a una pareja de reciĂ©n casados. Ingenua ella, amante de las apariencias, Ă©l. Y Roma, con sus callejas intrincadas y sus explicaciones imposibles consiguen extraviar sus planes. Por el camino, parece erguirse de fondo la sombra de Billy Wilder y su BĂ©same, tonto con aquella jugada de intercambiar papeles entre esposa y ramera. Eso sĂ, la complaciente farándula de una ciudad que parece posar a cada fotograma tendrá su protagonismo pasado por el tamiz de lo ridĂculo.
En el fondo, un estudiante de arquitectura se encapricha de una chica con menos atractivo que una salsa de tomate empapada en vino. La lluvia acaricia sus sentidos y los dos o tres tĂłpicos sobre la cultura son moneda de intercambio que aparece machacada por la voz de la conciencia de un Ădolo que solo quiere inundarse de nostalgia y recordar la ingenuidad de su juventud, los errores evidentes de la pasiĂłn juvenil y, de paso, la insoportable vanidad de la nada disfrazada de algo.
En primer plano, un individuo normal y corriente comienza a ser famoso. No ha hecho nada para serlo pero, mira, parece que las cámaras no tienen otro lugar hacia el que apuntar. La reflexiĂłn de la fama pasa por considerarla una prostituta que hoy se empeña en estar contigo pero que, mañana cruzará la acera, se fijará en otro y se marchará con Ă©l. Pero la fama es molesta, es la conversaciĂłn interrumpida, es la pregunta estĂşpida, es el acoso continuo, es el espectáculo de la intimidad. Cuando se va, el alivio asoma la cabeza y, eso sĂ, no se puede perder la sensaciĂłn de que ha dejado un rastro demasiado adictivo, demasiado verdadero, demasiado leve y, sin embargo, demasiado importante para algunos individuos que, en realidad, son el capullo de la esquina.
Y asĂ Roma muestra algunos de sus encantos. La ciudad se desnuda, se exhibe, se tapa, se esconde, se vende y se guarda. Al fin y al cabo, las historias abundan, las motos petardean, las simpatĂas proliferan, los monumentos esperan. Hay mucho de Woody Allen en ella aunque, a la salida, quede una leve pisada de liviandad, de algo que no pasa de ser meramente anecdĂłtico pero irremediablemente divertido. No importa. Es como disfrutar de un paseo por algunos de los lugares por los que paseaste en una noche agradable cogido de la mano de alguien. Es como disfrutar de una suave bebida en una terraza en la que, por una vez, no se mira a la ciudad sino que la ciudad te mira a ti. Es como darse una ducha mientras uno canta a pleno pulmĂłn con el aplauso del agua en los azulejos. Es vencer a la seriedad mientras te pierdes en el laberinto de calles y de vidas. Es abandonarse a un caso evidente de nostalgia gravis.
Pon tu comentario