Al salir del cine: APUNTES AL CARBONCILLO (En la mente del asesino)
César Bardés [colaborador].-
El dolor dice mucho sobre las personas. Es la llave que abre todos los secretos. Es la respuesta al acertijo de la sabidurĂa. Es el lĂmite al que se puede llegar cuando todo parece oscurecerse. Es el paso anterior a la nada. Es la seguridad absoluta de estar vivo aunque la muerte golpee con toda su violencia. Es el final de las ilusiones, de los planes, de la luz del dĂa siguiente, de la resistencia. Es la exteriorizaciĂłn de la pena, sea cual sea su origen. Es el todo a punto de convertirse en trizas. Es lo más fascinante de ser observado. Es la intimidad puesta a prueba.
Un asesino anda suelto. Es duro como el pedernal. Su mirada está ausente de vida porque hay demasiado dolor instalado. Por eso matar es tan fácil para él como para otros ponerse un abrigo. La piedad es una palabra desconocida. La verdad es un instrumento más para que su trazo de crimen y angustia sea terrible. Destrozar es su lema. Hundir es el objetivo.
Al otro lado de la acera, un grupo de policĂas intenta detenerlo. Uno de ellos es el mĂtico Alex Cross, aquel policĂa-forense-psicĂłlogo que interpretĂł de forma magistral Morgan Freeman en sus casos de El coleccionista de amantes y La hora de la araña, pelĂculas mediocres con actor excelso. Sabe mirar donde nadie mira. Incluso en el interior de las mentes. Pero la felicidad es el lado más dĂ©bil de los hĂ©roes. Cuando todo va bien, la visiĂłn parece que se torna más leve, más intrascendente. Se desea que lo grave sea disminuido. Se quiere respirar un poco sin adentrarse en el cerebro retorcido y maligno de un hombre que todo lo arrasa, que todo desprecia, que todo esconde.
AsĂ se forma un combate de inteligencias en el escenario de una ciudad que parece en pleno proceso de desmontaje, con las esquinas mordidas por el uso, con las piedras que siempre dicen algo silenciadas por el yeso aniquilador del frĂo y de la locura. Una iglesia es un cuadrilátero. Un teatro es un aparcamiento. Un metro de superficie es una atalaya. Un mĂ©dico es un policĂa. Un asesino es un recadero.
Aciertos y errores se reparten por igual en esta investigaciĂłn que no llega a desvelar nada de lo que promete su tĂtulo. La direcciĂłn de Rob Cohen es tan torpe en algunas secuencias que dan ganas de quitarle la cámara de las manos y estrellársela contra la calva. Hay personajes burdos. Hay situaciones mal resueltas. Pero tambiĂ©n hay un personaje apasionante como el del policĂa-galeno (interpretado aceptablemente por Tyler Perry) y por el trazo musculoso, durĂsimo y, a ratos, absorbente, del psicĂłpata encarnado con eficacia por Matthew Fox. La trama no nos lleva por los caminos del gozo porque, al fin y al cabo, el malo es universal, ese malo que a todos nos coge por la cartera y que sin gritar ni salir del despacho te quita lo que más quieres y no hay ni una visita a la negrura que merece el asunto salvo en la piel de muchos personajes.
En el curso de esta caza sin cuartel que se emprende contra una bestia en libertad, hay referencias nada veladas a Seven, de David Fincher; a un puñado de tĂłpicos vistos en mil pelĂculas que se quedan depositadas con urgencia en el olvido; a algĂşn que otro error de reparto como el de Jean Reno, visiblemente incĂłmodo cada vez que aparece. La historia empieza mal, como la peor de las aventuras de Van Damme y, poco a poco, va adquiriendo un cierto interĂ©s, con elementos que siempre funcionan, pudiendo ser el descifrado apasionante de una mente enferma de sangre que se queda en un mero apunte al carboncillo, hecho con oficio en algunos tramos, que provoca, de vez en cuando, alguna ceja arqueada, como una señal de sorpresa y de incredulidad que acaba aceptando todo lo que ocurre. Más que nada porque es un caso virado hacia una venganza y entramos en el resbaladizo entorno de la justicia sin ley. Como queriendo imitar a Picasso teniendo solo un folio y un lápiz.
El dolor dice mucho sobre las personas. Es la llave que abre todos los secretos. Es la respuesta al acertijo de la sabidurĂa. Es el lĂmite al que se puede llegar cuando todo parece oscurecerse. Es el paso anterior a la nada. Es la seguridad absoluta de estar vivo aunque la muerte golpee con toda su violencia. Es el final de las ilusiones, de los planes, de la luz del dĂa siguiente, de la resistencia. Es la exteriorizaciĂłn de la pena, sea cual sea su origen. Es el todo a punto de convertirse en trizas. Es lo más fascinante de ser observado. Es la intimidad puesta a prueba.
Un asesino anda suelto. Es duro como el pedernal. Su mirada está ausente de vida porque hay demasiado dolor instalado. Por eso matar es tan fácil para él como para otros ponerse un abrigo. La piedad es una palabra desconocida. La verdad es un instrumento más para que su trazo de crimen y angustia sea terrible. Destrozar es su lema. Hundir es el objetivo.
Al otro lado de la acera, un grupo de policĂas intenta detenerlo. Uno de ellos es el mĂtico Alex Cross, aquel policĂa-forense-psicĂłlogo que interpretĂł de forma magistral Morgan Freeman en sus casos de El coleccionista de amantes y La hora de la araña, pelĂculas mediocres con actor excelso. Sabe mirar donde nadie mira. Incluso en el interior de las mentes. Pero la felicidad es el lado más dĂ©bil de los hĂ©roes. Cuando todo va bien, la visiĂłn parece que se torna más leve, más intrascendente. Se desea que lo grave sea disminuido. Se quiere respirar un poco sin adentrarse en el cerebro retorcido y maligno de un hombre que todo lo arrasa, que todo desprecia, que todo esconde.
AsĂ se forma un combate de inteligencias en el escenario de una ciudad que parece en pleno proceso de desmontaje, con las esquinas mordidas por el uso, con las piedras que siempre dicen algo silenciadas por el yeso aniquilador del frĂo y de la locura. Una iglesia es un cuadrilátero. Un teatro es un aparcamiento. Un metro de superficie es una atalaya. Un mĂ©dico es un policĂa. Un asesino es un recadero.
Aciertos y errores se reparten por igual en esta investigaciĂłn que no llega a desvelar nada de lo que promete su tĂtulo. La direcciĂłn de Rob Cohen es tan torpe en algunas secuencias que dan ganas de quitarle la cámara de las manos y estrellársela contra la calva. Hay personajes burdos. Hay situaciones mal resueltas. Pero tambiĂ©n hay un personaje apasionante como el del policĂa-galeno (interpretado aceptablemente por Tyler Perry) y por el trazo musculoso, durĂsimo y, a ratos, absorbente, del psicĂłpata encarnado con eficacia por Matthew Fox. La trama no nos lleva por los caminos del gozo porque, al fin y al cabo, el malo es universal, ese malo que a todos nos coge por la cartera y que sin gritar ni salir del despacho te quita lo que más quieres y no hay ni una visita a la negrura que merece el asunto salvo en la piel de muchos personajes.
En el curso de esta caza sin cuartel que se emprende contra una bestia en libertad, hay referencias nada veladas a Seven, de David Fincher; a un puñado de tĂłpicos vistos en mil pelĂculas que se quedan depositadas con urgencia en el olvido; a algĂşn que otro error de reparto como el de Jean Reno, visiblemente incĂłmodo cada vez que aparece. La historia empieza mal, como la peor de las aventuras de Van Damme y, poco a poco, va adquiriendo un cierto interĂ©s, con elementos que siempre funcionan, pudiendo ser el descifrado apasionante de una mente enferma de sangre que se queda en un mero apunte al carboncillo, hecho con oficio en algunos tramos, que provoca, de vez en cuando, alguna ceja arqueada, como una señal de sorpresa y de incredulidad que acaba aceptando todo lo que ocurre. Más que nada porque es un caso virado hacia una venganza y entramos en el resbaladizo entorno de la justicia sin ley. Como queriendo imitar a Picasso teniendo solo un folio y un lápiz.
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