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Al salir del cine: SIGUIENTE CAPÍTULO (En la casa)

César Bardés [colaborador].-

La ficción es ese alumno equívoco que hace que seas parte de una fantasía. Es ese paraíso donde se confunde la realidad con la invención y caminas entre las letras deseando saber qué es lo que pasa en el siguiente capítulo. Es esa mirada que alguien que escribe te dirige directamente a los ojos, te hace transitar por un mundo que puede ser verdad o mentira, que puede fascinar o aburrir, que puede gustar o decepcionar pero que siempre va a estar ahí. Por la sencilla razón de que siempre, siempre, va a haber un autor dispuesto a contar una historia que está pasando justo enfrente de tus narices.

Y puede que lo que cuente sea de una banalidad mundana insultante. Puede que sea una imposible mezcolanza entre Verano del 42, de Robert Mulligan, de Teorema, de Pier Paolo Pasolini, de El sirviente, de Joseph Losey y de La ventana indiscreta, de Alfred Hitchcock. Porque, al fin y al cabo, escribir es un reflejo de nuestras pasiones trasladadas, de nuestras inquietudes acusadas, de nuestras perturbaciones más escondidas, de nuestros deseos más sucios, de nuestra voluntad nunca confesada de mirar más allá de las paredes de las casas ajenas y saber que ahí dentro, en la normalidad, hay tantas frustraciones como posibilidades. La realización se alcanza escribiendo y, tal vez, solo tal vez, la locura se halla latente en la lectura.



Así se van destapando las mediocridades, la dureza de vivir, la irrefrenable tendencia a soñar, la valentía de adentrarse en el terreno de lo prohibido, el sexo como recurso, la turbiedad como sueño, las ganas de quedarse en un delicado equilibrio rodeado de lo que no se puede decir y el acomodo burgués. Las heridas se abren con la desolación del fracaso al fondo. Sí, el fracaso. Es difícil de aceptar esa palabra. Más que nada porque siempre se esconde detrás de la normalidad.

De mirada profunda, de intensidad en lo increíblemente cierto que es lo falso, de escepticismo ante la falta de compromiso, de enganche en la vulgaridad que lleva, inevitablemente, hacia el enaltecimiento del tópico, François Ozon consigue una película inteligente, a ratos vibrante, de pensamiento oscuro bañado en tinta de letra recién impresa. El arte, cuando deja de serlo, es solo una inutilidad a la que se confunde con la grandeza. El arte es la vida. Lo demás es solo unos ojos que miran, que cuentan y que, en la forma de contar, se da una opinión. Así, todas las casas tienen una llave que está deseando ser girada, un ambiente que merece ser descubierto, una banalidad que a lo mejor se reserva para ser escuchada. Es la rutina convertida en literatura, llena de motivaciones, de rellenos apasionantes, de capítulos que quieren ser continuados.

Y entonces, cuando la ficción nos domina, es cuando la enseñanza queda anulada. Es cuando todo es una página que aún está por escribir. Es cuando nos damos cuenta de lo mediocres que somos porque nuestra opinión, nuestra visión, nuestro sentido queda oculto en la sombra por quien ha aprendido por el camino que en un gesto, está la proyección de la historia; que en una palabra, está la clave de un desenlace; que en una caricia, está la nada derruida de una vida oscura, triste, gris e inútil. El intercambio de papeles está muy presente, como un espectro que se abate sobre la capacidad de imaginar. Todos queremos ser algo diferente a lo que somos. Quizá queramos formar parte de una familia que, en apariencia, es pura normalidad. O puede que hayamos pensado alguna vez que esa madre tiene la piel suave, el cuerpo lleno de promesas incumplidas y el aburrimiento asumido. O aún mejor. Puede que ese compañero con el que hemos compartido mesa, consejos, ratos y risas se esconda en la seguridad de un hogar imperfecto para no mostrar sus auténticas debilidades. Solo es necesario sentarse en un banco, en una terraza o en un autobús...y mirar.

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