Los que faltaron

Francisco M. Navas [colaboraciones].-

 

El pasado miércoles, España sufrió su segunda huelga general en menos de un año. Su convocatoria agrupó a toda la ciudadanía, sin distinción de credos, color de piel, e incluso procedencia autonómica, a todo tipo de personas absolutamente indignadas con la situación económica que atraviesa el país, derivada directamente de una nefasta gestión de los bancos, siempre insaciables a la hora de ganar dinero a toda costa, y de la inoperancia, por no decir incapacidad intelectual y ética, de los gobiernos de turno.

 

Nadie puede sacar pecho en nombre de ninguna ideología política, afirmando, sin rubor, que su partido lo hace o lo hizo mejor. Desgraciadamente para los ciudadanos que trabajamos todos los días con apenas derecho a votar cada cuatro años, y pare usted de contar, estamos gobernados por una nueva clase social emergente y absolutamente rentable, como es la clase política, que se turna religiosamente en el poder, sin que importe el partido al que pertenece, sin cualificación laboral o profesional para los cargos que desempeña en la mayoría de los casos, asentada firmemente en una serie de privilegios que, incluso en el transcurso de esta terrible crisis que soportamos, no han sufrido merma alguna.

 

El miércoles pasado, durante el desarrollo de la concentración de mediodía en Chiclana, me entretuve, por unos instantes, mirando a mi alrededor. Y entonces me di perfectamente cuenta de quiénes estábamos allí y, sobre todo, de los que faltaban.

 

Estábamos, entre hombres y mujeres, algunos jubilados, unos cuantos representantes de los partidos políticos, algunos dirigentes sindicales, unos pocos funcionarios de diferentes servicios municipales y autonómicos, un reducido número de trabajadores autónomos, otro pequeño grupo de trabajadores por cuenta ajena, la policía nacional y la policía municipal, amén de algunos curiosos. No creo que sobrepasásemos los trescientos.

 

Faltaban los más de doce mil parados de Chiclana, los pequeños y medianos empresarios, la inmensa mayoría de los funcionarios públicos, la casi totalidad de amas de casa, el resto de jubilados y pensionistas, los policías y guardias civiles que ese día no estuviesen de servicio, la casi totalidad de la clase política chiclanera, la totalidad de los curas y monjas de esta ciudad y, para no eternizarme en el relato, los miles de jóvenes que habían hecho huelga en sus centros esa misma mañana y que ni siquiera aprovecharon tres cuartos de hora de su tiempo para defender su cada vez más negro futuro.

 

LUCES ROJAS

 

¿Tiene todo esto sentido? Me parece que ninguno. Porque si alguien cree que la crisis es flor de un día y que a él o a ella no le afecta ni le afectará, se equivoca: la sanidad y la educación que están recortando es patrimonio de todos, los servicios sociales que comienzan a menguar son el presente de muchos y el futuro de todos, los transportes públicos, la electricidad, el pago de las medicinas, los impuestos, todo afecta a todos de una u otra manera.

 

Podemos engañarnos en mayor o menor medida, dependiendo de cuál sea nuestra situación laboral o económica actual. De hecho, lo mismo pensaban, hace unos meses o unos años, todos aquellos que han perdido su trabajo, su casa o sus prestaciones sociales. “No, no, esto no va conmigo”.

 

El problema de los tiempos en que vivimos es que perdemos con suma facilidad nuestra memoria histórica, si es que alguna vez la tuvimos. Y son muchas las luces rojas que llevan tiempo encendiéndose en el seno de esta sociedad podrida y obsoleta, retrotrayéndonos a situaciones muy parecidas de nuestro pasado reciente.

 

Hemos de utilizar necesariamente nuestra inteligencia y nuestra conciencia para saber interpretarlas y poder sacar nuestras propias conclusiones. De lo contrario, los que siguen moviendo los hilos de esta sinrazón, a plena luz del día o desde la sombra, continuarán, con tono grave, semblante serio, y frases grandilocuentes, vendiéndonos la burra disfrazada de yegua, mientras nos roban la cartera y el futuro.