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Al salir del cine: ¡ALTO, POLICÍA! (Sin tregua)

César Bardés [colaborador].-

Vale. Soy un director macanudo que quiere abrirse paso en el mundillo de darle a la cámara. Me gusta ese artefacto. Lo muevo como me da la gana. No importa si el espectador piensa que tengo un Parkinson del quince y medio. Total, yo hago la película para mí porque tengo una historia asombrosa. Se trata de la vida de unos policías en el peor barrio de Los Ángeles. Sí, sí, ya sé que Richard Fleischer hizo algo parecido en Nueva York con George C. Scott y Stacey Keach con el título de Los nuevos centuriones pero eso se ha quedado para los carrozas que no movían la cámara más que por encima de unos raíles y eso. Se veía demasiado claro y esos tipos de antes no tenían ni idea.

Pues eso, que cojo a Jake Gyllenhaal, que cuando fui a proponerle la historia, se mostró entusiasmado con su papel de policía callejero e, incluso, me pone algo de dinero para que haga el asunto. Como compañero, Michael Peña, que es un actor mejicano que ya me gustó bastante en aquella Leones por corderos, del vejestorio ese de Robert Redford. Además para darle algo de justificación a mi cámara nerviosa voy a hacer que el personaje de Gyllenhaal sea un tipo que, además de policía, esté estudiando cine aunque paso de mostrar ni una sola de sus clases. Eso lo hago, más que nada, para acostumbrar al público y, luego, me olvido de eso y aunque Gyllenhaal tenga su cámara de aficionado apagada, sigo moviendo el cacharro de lado a lado. Me relamo de gusto pensando que los jóvenes van a flipar y los viejos se van a marear. Demasiado para los académicos. Moderno de narices.



Y allá que voy. Hago un retrato completo de cómo son los policías de Los Ángeles y con qué tienen que bregar todos los días de su vida. Emplean a veces una violencia excesiva, tienen que sacar las pistolas más de una vez, son humanos, se enamoran, tienen una vida, se equivocan, se comportan como héroes, quieren ser más porque, en realidad, lo que más desean es salvar vidas. Detrás de la placa, hay unos tipos estupendos. Se ríen y bailan en las bodas. Beben unas cuantas cervezas bien tranquilos. Les presionan en el trabajo para que hagan bien sus deberes pero sin buscar problemas al departamento. Van a lugares tan sórdidos que harían volver la vista al más valiente. Descubren tramas que parecen propias de países tercermundistas. Reclutan confidentes de una forma que ni siquiera se puede llegar a imaginar Pero no, tíos. Estamos en Los Ángeles. La ciudad más celestialmente infernal del planeta. Y siempre hay una bala dispuesta a buscar a los caballeros de azul.

Así que, si están dispuestos a ir a ver esta película, quédense con mi nombre. Me llamo David Ayer (sin chistes, por favor). Quiero hacer algo moderno, que contenga una buena dosis de denuncia social, que lance una mirada de comprensión hacia ese cuerpo de policía que tantas veces se ha puesto en entredicho, que exhiba unas interpretaciones medio improvisadas, como si fuera un reportaje de Cops pero hecho para el cine. Yo soy la estrella porque pongo la cámara sobre los hombros, bajo el arco del triunfo, bajo las axilas, en la punta de un fusil reglamentario, incluso ya, en el colmo del virtuosismo, hago descansar la vista del espectador cuando los agentes patrullan en el coche y hablan de sus cosas y de sus frustraciones y de sus gracias y de su increíble compañerismo. Me alucino yo mismo de la idea que he tenido. El que no me dé financiación para mi próxima película es que está ciego. Además, que nadie se queje. He metido brutalidad que da gusto. Para que la gente perciba el barril de pólvora que es esta ciudad. Aquí se mata o se muere. Y a menudo solo se muere. Hay policías que se juegan la vida todos los días en la calle y merecen que contemos una historia sobre ellos. Con mi mirada de lince, lo voy a conseguir, tíos. El celuloide es mío. Con dos balas.

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