Al salir del cine: EL CUERPO RENDIDO (Amour)
César Bardés [colaborador].-
Cuando el cuerpo se rinde y la mente aĂşn tarda en seguir su camino, la vida ya es una continua esclavitud. Es el dĂa que se escapa al otro lado de la ventana. Es el presentimiento de que la comida tambiĂ©n es prescindible. Es la soledad de la razĂłn contra la ilĂłgica de los años. Y no es que duela la enfermedad, ni tampoco el tratamiento, ni mucho menos la pena. Lo que duele verdaderamente, lo que se siente hasta en el Ăşltimo de los huesos, es la humillaciĂłn.
AsĂ, la tortura se prolonga porque todo es un continuo dolor. La simpleza de andar se convierte en la proeza de resistir. La intimidad es ya solo un grato recuerdo que se pierde en las brumas de lo insoportable. Vivir asĂ es una carrera para ver quiĂ©n es el más lento. La carga se hace terrible. Quizá el amor que se ha sentido a travĂ©s de las aficiones comunes, del diálogo más intrascendente, de la comprensiĂłn nacida como un acto reflejo, sea lo Ăşnico que todavĂa ayude a la verdad. Y la verdad es que la muerte se desea como una amante que rehĂşye el beso.
La desesperación y la preocupación no valen para nada. No son útiles cuando hay que darlo todo aunque incluso esa palabra pueda ser poco. Duele. Duele. Vivir duele. La mente sabe lo que dice. La música comienza a ser un placer diluido en una conciencia que se resiente de saber que otros tiempos fueron reales. Las lágrimas son gotas de cariño que mueren cuando salen del ojo. Todo es inútil. Todo es una historia.
Michael Haneke no duda en plantarnos en medio de una casa en la que se instala el sufrimiento porque dos ancianos viven relajadamente, con sus charlas, sus convenciones, sus pensamientos adivinados y destruye premeditadamente todo eso porque los años son la mayor tragedia. No es la muerte. No es la separaciĂłn. Son los años. Los que se vivieron. Los que quedaron por vivir. Los que se presentan sin avisar. Los que castigan al cuerpo porque no tienen otro lugar donde llorar. El amor está tan indisolublemente unido a la muerte que, al final, la muerte tambiĂ©n es el amor. Y se van juntos a respirar un poco, a dejar que el sol ilumine sus rostros, a descansar en algĂşn rincĂłn perdido de una ciudad presentida. Para ello, consigue dos soberbios trabajos en los rostros agotados y heridos por el tiempo de Jean-Louis Trintignant y de Emmanuelle Riva. Ellos son el centro, son el principio y tambiĂ©n son el fin de esta pelĂcula. Ellos son el todo. Ellos son la nada. Y el espectador, incauto y desprevenido, sufre y sabe que, un dĂa, eso puede sobrevenir y, entonces, tendrán que demostrar amor, paciencia, sabidurĂa, lucidez, sinceridad, cariño. Coger una mano y contar una historia para calmar el alma. SonreĂr cuando no hay ninguna razĂłn para ello. Porque la razĂłn está en fuga y no hay pensamiento que sea capaz de alcanzarla.
La cama está deshecha. Los libros están quietos pero no dejan de hablar. La mĂşsica que puebla la casa se erige como un fantasma en medio de una vĂa de escape. El consuelo se refugia en una máscara que no deja entrever los sentimientos. Pero están ahĂ. DifĂciles de atrapar, esquivos de entender. No hay nada nuevo en esta historia pero hay que reconocer que todo es una pura verdad, es el estremecimiento del esfuerzo para que la realidad sea un poco menos áspera. Como la maravilla de unos dedos volando sobre unas teclas de piano. Como la larga vela de una noche que no termina. Como el ruido de un bolĂgrafo escribiendo sobre un papel virgen. Como la imposible tranquilidad con la que se debe afrontar el vestĂbulo del fin. Tiempo, maldito impostor. Corres cuando la vida es la luz y te paras cuando la noche se cierne sobre el imperfecto cuerpo. Muere en tu crueldad. Agoniza en tu eterna contradicciĂłn. Habla con tu boca torcida para que nadie te pueda entender y luego vuelve, una Ăşltima vez, para llevarte lo que es justo.
Cuando el cuerpo se rinde y la mente aĂşn tarda en seguir su camino, la vida ya es una continua esclavitud. Es el dĂa que se escapa al otro lado de la ventana. Es el presentimiento de que la comida tambiĂ©n es prescindible. Es la soledad de la razĂłn contra la ilĂłgica de los años. Y no es que duela la enfermedad, ni tampoco el tratamiento, ni mucho menos la pena. Lo que duele verdaderamente, lo que se siente hasta en el Ăşltimo de los huesos, es la humillaciĂłn.
AsĂ, la tortura se prolonga porque todo es un continuo dolor. La simpleza de andar se convierte en la proeza de resistir. La intimidad es ya solo un grato recuerdo que se pierde en las brumas de lo insoportable. Vivir asĂ es una carrera para ver quiĂ©n es el más lento. La carga se hace terrible. Quizá el amor que se ha sentido a travĂ©s de las aficiones comunes, del diálogo más intrascendente, de la comprensiĂłn nacida como un acto reflejo, sea lo Ăşnico que todavĂa ayude a la verdad. Y la verdad es que la muerte se desea como una amante que rehĂşye el beso.
La desesperación y la preocupación no valen para nada. No son útiles cuando hay que darlo todo aunque incluso esa palabra pueda ser poco. Duele. Duele. Vivir duele. La mente sabe lo que dice. La música comienza a ser un placer diluido en una conciencia que se resiente de saber que otros tiempos fueron reales. Las lágrimas son gotas de cariño que mueren cuando salen del ojo. Todo es inútil. Todo es una historia.
Michael Haneke no duda en plantarnos en medio de una casa en la que se instala el sufrimiento porque dos ancianos viven relajadamente, con sus charlas, sus convenciones, sus pensamientos adivinados y destruye premeditadamente todo eso porque los años son la mayor tragedia. No es la muerte. No es la separaciĂłn. Son los años. Los que se vivieron. Los que quedaron por vivir. Los que se presentan sin avisar. Los que castigan al cuerpo porque no tienen otro lugar donde llorar. El amor está tan indisolublemente unido a la muerte que, al final, la muerte tambiĂ©n es el amor. Y se van juntos a respirar un poco, a dejar que el sol ilumine sus rostros, a descansar en algĂşn rincĂłn perdido de una ciudad presentida. Para ello, consigue dos soberbios trabajos en los rostros agotados y heridos por el tiempo de Jean-Louis Trintignant y de Emmanuelle Riva. Ellos son el centro, son el principio y tambiĂ©n son el fin de esta pelĂcula. Ellos son el todo. Ellos son la nada. Y el espectador, incauto y desprevenido, sufre y sabe que, un dĂa, eso puede sobrevenir y, entonces, tendrán que demostrar amor, paciencia, sabidurĂa, lucidez, sinceridad, cariño. Coger una mano y contar una historia para calmar el alma. SonreĂr cuando no hay ninguna razĂłn para ello. Porque la razĂłn está en fuga y no hay pensamiento que sea capaz de alcanzarla.
La cama está deshecha. Los libros están quietos pero no dejan de hablar. La mĂşsica que puebla la casa se erige como un fantasma en medio de una vĂa de escape. El consuelo se refugia en una máscara que no deja entrever los sentimientos. Pero están ahĂ. DifĂciles de atrapar, esquivos de entender. No hay nada nuevo en esta historia pero hay que reconocer que todo es una pura verdad, es el estremecimiento del esfuerzo para que la realidad sea un poco menos áspera. Como la maravilla de unos dedos volando sobre unas teclas de piano. Como la larga vela de una noche que no termina. Como el ruido de un bolĂgrafo escribiendo sobre un papel virgen. Como la imposible tranquilidad con la que se debe afrontar el vestĂbulo del fin. Tiempo, maldito impostor. Corres cuando la vida es la luz y te paras cuando la noche se cierne sobre el imperfecto cuerpo. Muere en tu crueldad. Agoniza en tu eterna contradicciĂłn. Habla con tu boca torcida para que nadie te pueda entender y luego vuelve, una Ăşltima vez, para llevarte lo que es justo.
ay CĂ©sar mo me interesa la peli, pero mira que me emociona que existan personas como tĂş, inmesamente agradecida porque engrandeces mi vida y mi espĂritu y mi alma,hace tanto tiempo ya que se me habĂa olvidado que hay que alimentar con el mismo interĂ©s el cuerpo que el alma.En mi rutina se me olvida
ResponderEliminarBonitas palabras me dedicas, Aelita, y no las merezco. Pero gracias desde la modestia y el afecto. Aparte de eso, sin duda. Hay que alimentar las dos cosas con el mismo interés porque no somos nada sin una de ellas. Hagamos por conservarlas.
ResponderEliminarUn saludo y gracias de nuevo.