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Al salir del cine: HIPNOSIS A 10.000 METROS (Los amantes pasajeros)

César Bardés [colaborador].-

Estar en el interior de un avión puede ser, sin demasiado esfuerzo, una muestra representativa de lo que es la España de nuestros días. Promiscuidad, alcohol, corrupción, chantaje, asesinato, infidelidad, deseo y frustración a tutiplén. Basta con echar una mirada alrededor para darse cuenta de que se ha fallado estrepitosamente. Las vidas solo piensan en el instante siguiente y nunca en el aterrizaje porque, total, para lo que hay que vivir, más vale instalarse en las nubes o, mejor aún, más vale bajar las nubes al suelo para que podamos pisarlas también, escondernos entre ellas y hacer que la fiesta continúe a pesar de que la desgracia se haya convertido en el punto de fuga ideal para hacer que todo sea una sonrisilla desangelada y muy, muy mariposona.

Tal vez yo ya sea un anticuado y lo que me ofrecen a bordo de un avión sea, por lo general, nada. O quizá los tiempos han cambiado tanto que el nivel de la risa esté por debajo de la cotización del crítico de cine. No lo sé. Pero es que más vale echarse un sueñecito a costa de un poco de hipnosis almodovariana que estar preocupado por los dimes y diretes propiciados por una estrella del tres al cuarto, por la cantidad de pasta que se ha embolsado un ladrón que merece que le llamen otra cosa (justo la que están pensando), por los rollitos existenciales de un actor sin chispa, por los anhelos de una vidente que se cifran en la pérdida de la virginidad y en la percepción del continuo hedor de muerte, por el misterio que emana un tipo elegante y sin demasiado carisma, por la excitante somnolencia que experimenta una joven que es más excitante dormida que despierta, por la supuesta gracia de tres azafatos salidos, airosos, santificados y cotillas y por las salidas y quedadas de armario de dos pilotos serios y apuestos. Sinceramente, me vale que se opine que, con este punto de partida, hay material para hacer una comedia desternillante y otra, muy distinta, es que lo sea.



Pedro Almodóvar sabe hacer reír. Lo sé. Pero el ejercicio de autocomplacencia que hace con esta película llega a ser tan aburrido como un viaje en avión. Más que nada porque no se atreve a hacer una comedia loca, enredada, vibrante, como sí lo fue Mujeres al borde de un ataque de nervios. Se queda en eso, en una serie de situaciones de chascarrillo apoyadas en la supuesta gracia del amaneramiento permanente (un pelín ya pasado de moda) que ni siquiera pone el énfasis en el punto central de la trama que es la maniobra de evasión perpetua del españolito (no medio porque van en clase Business) cuando en el horizonte se ven nubarrones repletos de dificultades que pueden llegar a ser muy serias.

Así que todo se le queda en un intento cañí de Aterriza como puedas mezclado con un punto de la saga Aeropuerto regado con unos cuantos vasos bien cargaditos de Agua de Valencia aliñados con unos psicotrópicos de gracia escatológica muy lejana y con una especie de lugar común en forma de Vidas cruzadas. Eso sí, que no falte el puntillo melodramático ni las apariciones especiales de los amiguetes, tal vez porque el propio Almodóvar es bastante consciente de que la película ni tiene pretensiones, ni posibilidad de tenerlas. Aún así, la música de Alberto Iglesias es de clase superior, el trabajo coral del elenco funciona con garbo a pesar de lidiar con unos diálogos que parecen querer decir que Almodóvar ha querido fabricar una comedia pero que, la verdad, tiene muy pocas ganas de reír. Y eso duele.

Ahora mismo, pensando en ello, estoy por acompañar este artĂ­culo de una banda sonora sugerente como Never can say goodbye, ponerme hasta la chaveta de alguna bebida con cubitos de hielo tintineantes, colocarme una camisa bien prieta a pesar de mi desgastada figura y dejar que mis dedos vuelen finamente sobre el teclado. Lo mismo me pongo descarada y loca, loca en plenas letras. Ganas no me faltan. Total para que esto se lea y se olvide…… 

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