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La verdad sobre el cambio climático [Memento Mori]


  José Antonio Sanduvete [colaborador].-

     Se dio cuenta de que podía modificar los elementos meteorológicos cuando, siendo aún adolescente, una discusión le llevó a provocar una tormenta que duró tres días. A partir de ese momento comenzó a hacer un uso moderado de su habilidad, pensando que, tal vez, se trataba de un don escaso, de una facultad que se agotaría si se derrochaba.

     Se acostumbró a sacar el sol los domingos por la tarde, cuando salía de paseo con los amigos, y frenaba la lluvia cuando tenía que desplazarse caminando. Desataba chaparrones cada cierto tiempo, sobre todo para  suspender las aburridas mañanas de sábado en el campo con sus padres. Una vez produjo una nevada que suspendió las clases y le impidió la realización de un examen que apenas había preparado.

     Poco a poco se fue haciendo mayor, al tiempo que sus habilidades, lejos de agotarse, se perfeccionaban. Llegó a controlar el tiempo de continentes enteros, hubiera podido detener los frentes nubosos e instalar anticiclones perennes en cualquier lugar de la atmósfera si hubiera querido. Sin embargo, su especialidad eran los días de lluvia.

     Los había convertido en obras de arte, matizaba la intensidad del gris de las nubes, la frecuencia de caída de las gotas, su grosor. Para ello manejaba variables como la velocidad del viento o la temperatura a distintas alturas. Sentía que crear un día de lluvia era como dibujar un cuadro impresionista.

     La lluvia, no obstante, como a casi todos nosotros, le ponía triste, y la tristeza le llevaba a apetecer días de lluvia en los que observar cómo las gotas caían monótonas sobre los cristales de la ventana de su habitación. Aquella época de lluvia continua duró meses, demasiados meses, así que trató de compensar y trajo otros tantos meses de sequía.

     Entonces vio cómo la gente protestaba. Protestaba cuando llovía, cuando granizaba, cuando no llovía, cuando hacía viento, cuando hacía calor y cuando hacía frío. La gente protestaba por protestar, no a él directamente, desde luego, pues nadie supo jamás de su don, pero todos hablaban del tiempo, y todos lo hacían como quien habla de algo estúpido e intrascendente.

     Aquella actitud de la gente terminó por irritarle profundamente. Se sintió ignorado, aquellos días que dibujaba con tanto esmero eran menospreciados e infravalorados por gente inepta e irresponsable.
Decidió, pues, castigarles. Barajó la posibilidad de un sunami, la de una repentina glaciación, la de un diluvio universal y la de una intensa sequía. Comenzó a derretir los polos, a extremar las temperaturas, a variar las coordenadas climáticas que había cuidado durante años. Los animales andaban aturdidos, los humanos hablaban preocupados del cambio climático y todos miraban al cielo buscando respuestas.

     Ahora sí que se preocupaban. Ahora el tiempo era algo importante. Se sintió como un dios griego inclemente y caprichoso. Rio con rabia, y en todo el mundo resonaron unos truenos estremecedores. El mundo se convirtió en un caos poblado de catástrofes meteorológicas, aunque el nuevo dios, observando desde su ventana, echaba de menos, por encima de todo, aquel sol de domingo que creaba en su juventud, el placer de salir a pasear. Se sentía viejo, y comprendió, entonces, que no era un dios, que manejaba el tiempo meteorológico pero le devoraba el tiempo cronológico. Se puso triste solo de pensarlo. Aquello provocó más lluvias.

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