Al salir del cine: LA PERVERSIDAD MEDIOCRE (Hannah Arendt)
César Bardés [colaborador].-
Por alguna razĂłn ignota, siempre hemos imaginado a los poseedores de la perversidad como mentes inteligentes que maquinan continuamente la consecuciĂłn de sus objetivos prescindiendo de la moral, dando por sentado que saben lo que hacen, que son capaces de discernir las consecuencias de sus actos y el beneficio que les produce pero eso no tiene por quĂ© ser necesariamente asĂ. Tal vez la misma encarnaciĂłn del mal era de una mediocridad apabullante, un simple burĂłcrata que no se planteaba, ni por un segundo, la justicia Ă©tica de sus acciones. Un pedazo de carne con ojos que, sencillamente, cumplĂa con su trabajo porque asĂ se lo habĂan ordenado.
Y eso es difĂcil de aceptar para las vĂctimas de su perfidia. Cuando un individuo se niega a sĂ mismo la capacidad de pensar y ejecuta la orden sin plantearse nada más, entonces no es del todo asimilable que ese tipo estĂ© haciendo un mal tan doloroso, tan impronunciable, tan terrible. El mal tiene que ser una decisiĂłn pensada porque si no, pierde parte de su esencia. Pero es posible que el verdugo solo sea un instrumento de una maquinaria dedicada a exterminar y que ni Ă©l mismo pueda ver que eso que está haciendo sea malvado. Lo exige la situaciĂłn. Lo exige el todopoderoso Estado y no hay más que hablar.
Si a eso le añadimos que siempre hay una cierta connivencia de algunos sectores que habitualmente han sido considerados moralmente fuera de toda duda entonces la escocedura comienza a ser un principio de odio y de deseo expreso de silenciar cualquier voz en ese sentido. La corrupción es un mal que siempre ha existido y que siempre existirá por mucho que nos empeñemos en extirparla o eliminarla. En algún lugar habrá, con toda seguridad, alguien que esté dispuesto a venderse, a vender a sus amigos, a vender a su familia, a vender la integridad con el fin de asegurarse un porvenir lleno de comodidades y, más aún, si todo esto ocurre en tiempos en los que la deriva se convierte en una forma de vida.
Si todo esto se aplica a algo tan sumamente rechazable como es el nazismo y, en concreto, al cĂ©lebre juicio de Adolf Eichmann y, para más ironĂa, lo escribe una brillantĂsima filĂłsofa de origen judĂo alemán entonces el escándalo es de proporciones Ă©picas y comienza a configurarse una conspiraciĂłn para desposeer de la razĂłn a alguien que ha aprendido a darle forma. Porque el mal podrá ser una decisiĂłn extrema pero nunca podrá ser una decisiĂłn radical. Todo radicalismo requiere una cualidad fundamental del ser humano: pensar.
Margarethe Von Trotta, esposa del director Volker Schlöndorff, aclamado por El joven Törless y, sobre todo, por El tambor de hojalata, ha dirigido esta pelĂcula con convicciĂłn, como homenaje a una de las mujeres que más supieron hallar las raĂces del pensamiento en el siglo XX y que elaborĂł cuidadosamente toda una teorĂa sobre el mal a raĂz del juicio a uno de los responsables de la soluciĂłn final despuĂ©s de su espectacular secuestro en Argentina. Para ello, pone en movimiento a una serie de personajes eficaces, que juegan con pasiĂłn desde sus respectivas posturas y, por encima de todo, desde el dolor y de la falta de imparcialidad que pudo regir en un juicio que solo alimentĂł una apariencia de legalidad y la sensaciĂłn de que Israel, por el mero hecho de haber sido vĂctima, tenĂa el derecho de condenar a quien creyese conveniente y culpable de haber asesinado a seis millones de judĂos. Un dilema moral que aĂşn no se ha resuelto porque sigue habiendo exterminios raciales, religiosos y polĂticos en muchas partes del mundo. Lo cual no es más que un signo muy preocupante de que la mediocridad abunda en todos los rincones de la Tierra.
Por alguna razĂłn ignota, siempre hemos imaginado a los poseedores de la perversidad como mentes inteligentes que maquinan continuamente la consecuciĂłn de sus objetivos prescindiendo de la moral, dando por sentado que saben lo que hacen, que son capaces de discernir las consecuencias de sus actos y el beneficio que les produce pero eso no tiene por quĂ© ser necesariamente asĂ. Tal vez la misma encarnaciĂłn del mal era de una mediocridad apabullante, un simple burĂłcrata que no se planteaba, ni por un segundo, la justicia Ă©tica de sus acciones. Un pedazo de carne con ojos que, sencillamente, cumplĂa con su trabajo porque asĂ se lo habĂan ordenado.
Y eso es difĂcil de aceptar para las vĂctimas de su perfidia. Cuando un individuo se niega a sĂ mismo la capacidad de pensar y ejecuta la orden sin plantearse nada más, entonces no es del todo asimilable que ese tipo estĂ© haciendo un mal tan doloroso, tan impronunciable, tan terrible. El mal tiene que ser una decisiĂłn pensada porque si no, pierde parte de su esencia. Pero es posible que el verdugo solo sea un instrumento de una maquinaria dedicada a exterminar y que ni Ă©l mismo pueda ver que eso que está haciendo sea malvado. Lo exige la situaciĂłn. Lo exige el todopoderoso Estado y no hay más que hablar.
Si a eso le añadimos que siempre hay una cierta connivencia de algunos sectores que habitualmente han sido considerados moralmente fuera de toda duda entonces la escocedura comienza a ser un principio de odio y de deseo expreso de silenciar cualquier voz en ese sentido. La corrupción es un mal que siempre ha existido y que siempre existirá por mucho que nos empeñemos en extirparla o eliminarla. En algún lugar habrá, con toda seguridad, alguien que esté dispuesto a venderse, a vender a sus amigos, a vender a su familia, a vender la integridad con el fin de asegurarse un porvenir lleno de comodidades y, más aún, si todo esto ocurre en tiempos en los que la deriva se convierte en una forma de vida.
Si todo esto se aplica a algo tan sumamente rechazable como es el nazismo y, en concreto, al cĂ©lebre juicio de Adolf Eichmann y, para más ironĂa, lo escribe una brillantĂsima filĂłsofa de origen judĂo alemán entonces el escándalo es de proporciones Ă©picas y comienza a configurarse una conspiraciĂłn para desposeer de la razĂłn a alguien que ha aprendido a darle forma. Porque el mal podrá ser una decisiĂłn extrema pero nunca podrá ser una decisiĂłn radical. Todo radicalismo requiere una cualidad fundamental del ser humano: pensar.
Margarethe Von Trotta, esposa del director Volker Schlöndorff, aclamado por El joven Törless y, sobre todo, por El tambor de hojalata, ha dirigido esta pelĂcula con convicciĂłn, como homenaje a una de las mujeres que más supieron hallar las raĂces del pensamiento en el siglo XX y que elaborĂł cuidadosamente toda una teorĂa sobre el mal a raĂz del juicio a uno de los responsables de la soluciĂłn final despuĂ©s de su espectacular secuestro en Argentina. Para ello, pone en movimiento a una serie de personajes eficaces, que juegan con pasiĂłn desde sus respectivas posturas y, por encima de todo, desde el dolor y de la falta de imparcialidad que pudo regir en un juicio que solo alimentĂł una apariencia de legalidad y la sensaciĂłn de que Israel, por el mero hecho de haber sido vĂctima, tenĂa el derecho de condenar a quien creyese conveniente y culpable de haber asesinado a seis millones de judĂos. Un dilema moral que aĂşn no se ha resuelto porque sigue habiendo exterminios raciales, religiosos y polĂticos en muchas partes del mundo. Lo cual no es más que un signo muy preocupante de que la mediocridad abunda en todos los rincones de la Tierra.
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