La importancia de tener un secreto que guardar [Memento Mori]
José Antonio Sanduvete [colaborador].-
Cuando robĂł aquel libro de la biblioteca ya sabĂa que estaba haciendo algo malo. Lo supo por las dudas, por los tensos segundos mirando el tomo en la estanterĂa, por el sudor en sus manos mientras lo agarraba y se lo echaba dentro del abrigo, por la mirada esquiva y el tartamudeo mientras se despedĂa del bibliotecario. Señales todas que demuestran la culpabilidad de un sospechoso. HabĂa robado un libro, y lo habĂa hecho con alevosĂa.
Pero lo mejor de todo era que nadie lo habĂa descubierto. Su delito habĂa quedado impune, de tal modo que podĂa poner en práctica la verdadera razĂłn por la que se habĂa decidido a cometer el hurto: porque aquel libro no le era imprescindible, ni necesario, ni Ăştil, ni siquiera era un libro fascinante que quisiera leer y poseer para siempre a toda costa; pero era su libro, se habĂa hecho con Ă©l de forma ilĂcita, y ahora tenĂa un secreto que guardar. Esa era la clave.
Todos tenĂan secretos, o al menos Ă©l suponĂa que todos tenĂan, porque, obviamente, nadie los contaba; si asĂ fuera, dejarĂan de ser secretos. Ahora Ă©l tenĂa el suyo, la obtenciĂłn de aquel libro, y no se lo dirĂa a nadie.
Lo malo de los secretos es que, con el paso del tiempo, se difuminan. Hay quien dirĂa que un secreto solo es verdaderamente excitante si los demás saben que existe, pero no saben cuál es. AsĂ de absurdos, a veces, son los comportamientos humanos. Por tanto, decidiĂł que tendrĂa que robar otro libro, y otro, tal vez un robo a gran escala de volĂşmenes de biblioteca, algo que lo hiciera cĂ©lebre pero desconocido, algo de lo que todos hablaran sin saber que Ă©l, que los oĂa, se reĂa por dentro al saberse culpable e incĂłgnito al mismo tiempo.
En el fondo sabĂa que la necesidad de renovar sus secretos lo terminarĂa descubriendo. Algo asĂ como el asesino que necesita jugar con el detective para que sus crĂmenes tengan sentido. Pero los secretos son adictivos, y la vida, sin ellos, un aburrimiento...
Cuando robĂł aquel libro de la biblioteca ya sabĂa que estaba haciendo algo malo. Lo supo por las dudas, por los tensos segundos mirando el tomo en la estanterĂa, por el sudor en sus manos mientras lo agarraba y se lo echaba dentro del abrigo, por la mirada esquiva y el tartamudeo mientras se despedĂa del bibliotecario. Señales todas que demuestran la culpabilidad de un sospechoso. HabĂa robado un libro, y lo habĂa hecho con alevosĂa.
Pero lo mejor de todo era que nadie lo habĂa descubierto. Su delito habĂa quedado impune, de tal modo que podĂa poner en práctica la verdadera razĂłn por la que se habĂa decidido a cometer el hurto: porque aquel libro no le era imprescindible, ni necesario, ni Ăştil, ni siquiera era un libro fascinante que quisiera leer y poseer para siempre a toda costa; pero era su libro, se habĂa hecho con Ă©l de forma ilĂcita, y ahora tenĂa un secreto que guardar. Esa era la clave.
Todos tenĂan secretos, o al menos Ă©l suponĂa que todos tenĂan, porque, obviamente, nadie los contaba; si asĂ fuera, dejarĂan de ser secretos. Ahora Ă©l tenĂa el suyo, la obtenciĂłn de aquel libro, y no se lo dirĂa a nadie.
Lo malo de los secretos es que, con el paso del tiempo, se difuminan. Hay quien dirĂa que un secreto solo es verdaderamente excitante si los demás saben que existe, pero no saben cuál es. AsĂ de absurdos, a veces, son los comportamientos humanos. Por tanto, decidiĂł que tendrĂa que robar otro libro, y otro, tal vez un robo a gran escala de volĂşmenes de biblioteca, algo que lo hiciera cĂ©lebre pero desconocido, algo de lo que todos hablaran sin saber que Ă©l, que los oĂa, se reĂa por dentro al saberse culpable e incĂłgnito al mismo tiempo.
En el fondo sabĂa que la necesidad de renovar sus secretos lo terminarĂa descubriendo. Algo asĂ como el asesino que necesita jugar con el detective para que sus crĂmenes tengan sentido. Pero los secretos son adictivos, y la vida, sin ellos, un aburrimiento...
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