Negligencias

Si tras la declaraciĂłn de JosĂ© Francisco GarzĂłn al juez, o tras las investigaciones de la policĂa, se demuestra que el accidente ferroviario ocurrido en las cercanĂas de Santiago de Compostela es fruto de una negligencia de la persona que conducĂa el tren, no sĂłlo nos quedará para siempre en la mente el horror de la catástrofe, sino que a Ă©ste habremos de sumarle la náusea de tantas muertes innecesarias, de tantos heridos en estado crĂtico, grave o leve, de tantas familias destruidas para siempre, de tanto dolor producido de manera absurda.
Conducir un tren no es cuestiĂłn baladĂ. Mecanismos como la mano del muerto posibilitan que, en caso de infarto fulminante del conductor, el tren vaya aminorando su marcha poco a poco hasta pararse. Otros sistemas internacionalmente adoptados, como el frenado automático en caso de exceso de velocidad, o el aviso de peligro al acercarse a puntos especialmente conflictivos, permiten asegurar la seguridad de los pasajeros en un 99,9%, siempre que se respeten las normas a rajatabla.
Sin embargo, se queda uno estupefacto cuando, entre lĂneas, nos cuelan frases como “el maquinista puede desconectar todos los sistemas de seguridad manualmente” o “hay sistemas más seguros pero no los

¿PodrĂan haberse construido menos kilĂłmetros de tren de alta velocidad y haber destinado ese dinero a reforzar los sistemas de seguridad? ¿CĂłmo es posible que se tarden más de dos horas en decretar el estado de alarma, ante las evidencias de una tragedia de semejante calibre?
Todas las respuestas conducen a la misma conclusión: negligencias por todas partes. Negligencia en nuestros gobernantes, que despiden a manos llenas a personal de sanidad y no tienen dinero para arreglar un helicóptero; negligencia en los encargados de la protección civil y de hacer saltar todas las alarmas, porque no estuvieron a la altura de las circunstancias, y negligencia nuestra por consentir que nos gobiernen esta pléyade de mamarrachos, que sólo se preocupan de llenarse el bolsillo de billetes procedentes de nuestros impuestos o de oscuros manejos relacionados con el nepotismo y la corrupción.

Nuestro agradecimiento debe extenderse tambiĂ©n a cuantas doctoras y doctores, personal de enfermerĂa y auxiliares de clĂnica, estando de servicio o de vacaciones, acudieron como si de uno sĂłlo se tratase para salvar el máximo de vidas posible. Aunque ellos tampoco reclamen pago alguno por sus servicios a los damnificados, nuestra sociedad nunca podrá pagarles su fe en esta sanidad pĂşblica que nuestros gobernantes desmantelan dĂa a dĂa. Esos mismos gobernantes que sacan pecho a todas horas ante sus escándalos cotidianos. HabrĂa que echarlos a todos. Por negligentes.
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