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Al salir del cine: NÁUSEAS DE ALTA MAR (Capitán Phillips)

César Bardés [colaborador].-

Surcar las aguas del peligro es tarea encomendada a héroes anónimos, que esconden sus identidades bajo el oleaje y la espuma solitaria de un mar que está olvidado del hombre. No hay seguridades cuando todo se balancea de un lado a otro, haciendo que una gigantesca máquina de navegar sea un cascarón de nuez. Y hay menos certezas cuando esas tormentas son desencadenadas por los súbditos de un estado fracasado, presa de los señores de la guerra, que convierte en asesinos a simples pescadores y solamente quieren drogarse con el papel del dinero.

Solo que, de vez en cuando, entre abordaje y rescate, aparece un hombre que demuestra una inteligencia discreta y que está dispuesto a asumir todos los deberes derivados de la profesión de capitán de carguero. Trampas sutiles, bien hilvanadas, con sorpresas que quedan ocultas en casualidades y que ponen a salvo aquello que es sagrado en cualquier transporte: las vidas humanas. El problema surge cuando los captores no tienen ni idea de cuál es el valor de esas vidas. Atontados hasta la náusea, embebidos de sangre y de crueldad, sin más razón que la de sobrevivir aunque sea en un régimen esclavista, es muy difícil hallar un nexo de razón que los haga iguales a cualquier obrero del mundo desarrollado. Y, sin embargo, no guardan tantas diferencias.

Por supuesto, hay un lugar para el Ejército, para las unidades de élite, para la negociación sutil y claramente dominada por un sentimiento de superioridad que solo puede ser efectiva ante personas que no han ido mucho más allá de sus incomunicadas aldeas. El heroísmo está en enfrentarse a esos pedazos de carne con ojos que solo tienen su propia respiración para defenderse del vil chantaje de unos desgraciados que poseen las armas porque no hay valores, ni preferencias. Solo dinero. Solo el triunfo de un rescate del que, ni siquiera, se van a beneficiar.


Náusea de alta mar es lo que entra cuando uno va a ver esta película. No porque sea mala. No lo es del todo y especialmente hay que destacar el desarrollo del secuestro, sino porque Paul Greengrass, muy alabado por la pretendida crítica de prestigio, menea más la cámara que un enfermo de Parkinson. Tanto es así que, llegado determinado momento, hay que apartar la vista de la pantalla porque uno comienza a sentir mareos injustificados de tanto tembleque. Hasta el simple plano de una pantalla de radar padece de nervios. Sin ninguna justificación y porque hace de ello su estilo, Greengrass solo da un respiro en sus espléndidas tomas aéreas y hay que reconocer que podría haber narrado todo el asunto desde el aire porque a bordo es para darle con el trípode que no usa en todo el colodrillo.

Por otro lado, la película muere en un determinado momento y demasiado pronto. Después de un planteamiento apasionante, todo se viene abajo porque no hay ningún avance significativo en el asunto. La odisea del valeroso Capitán Philips se estanca entre las paredes de un modernísimo bote salvavidas y la película tiene verdaderos problemas que solo son solucionados al sobrevenir el inevitable desenlace. Tom Hanks lo hace muy bien porque compone a la perfección el personaje del héroe sencillo y vulgar, que vacila en sus decisiones, que tiene muy claras sus preferencias y que se hace un poco incomprensible al final. No importa, Hanks tiene valor, hace frente al personaje y llega al espectador a pesar de que no hay ni un plano fijo sobre su expresión.

Eso sí, si van ustedes por esos océanos perdidos y pasan por una experiencia traumática, rueguen porque no les toque una doctora de la Marina de los Estados Unidos que atiende a los pacientes como si fueran formularios. Dan ganas de coger el estetoscopio y anudarlo en torno a su cuello con saña. Por lo demás, a esto llevan tantas compasiones y tantas intervenciones desafortunadas en países en trance de muerte. Y eso duele tanto como un secuestro en alta mar. El resto se lo dejamos a la cámara mareante, irritante e insultante de Paul Greengrass.

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