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Al otro lado de la orilla

Félix Arbolí [colaboraciones].-

A cierta edad, nuestra vida toma nuevos rumbos y nuestros pensamientos distintos derroteros. Los años se acumulan y con ellos nuestros recuerdos, las   añoranzas, los propĂłsitos e intentos fallidos y hasta lo efĂ­mero del Ă©xito y la vanagloria se transforman en decepcionante realidad. Es el momento en que uno se da cuenta que ha pasado por la vida sin apenas levantar el polvo del camino.

Lo triste es comprobar que la hemos desperdiciado buscando la “fuente de la felicidad” y obsesionados en esa bĂşsqueda nos hemos perdido momentos y sensaciones maravillosas y hemos vivido hundidos en la charca del egoĂ­smo y la falsedad.

Pienso a veces que no merece la pena haber aterrizado en este mundo donde solo pueden sobrevivir los depredadores. Con todo el dolor que su desconocida ausencia me produce, considero que a esa hija malograda, la que nos nació muerta, le hizo Dios un regalo librándola de la infelicidad que le iba a deparar su llegada y estancia en este mundo.

Ya desde el instante mismo de nacer, nos dan unos azotes en el trasero para que la primera sensaciĂłn que experimentemos sea la del dolor y el llanto. Una clara advertencia de lo que nos vamos a encontrar en ese nuevo escenario.   

Creo que el descanso no nos llega hasta que abandonamos el valle de Josafat, como lo llamaba aquél Borbón de los tiempos napoleónicos. Es a partir de ese instante, cuando todo se desvanece en la nada o se inicia esa eternidad que marca el final de nuestro calvario. La placidez interna y externa que hemos estado buscando inútilmente solo ha sido un alocado y triste peregrinaje hacia ninguna parte.

INCERTIDUMBRE

Recuerdo a los que se han ido y me pregunto quĂ© habrá sido de ellos. ¿DĂłnde estarán? Llevo tiempo pensando en estas cuestiones y me aterra más vivir en la incertidumbre que en el conocimiento de la verdad, sea cual fuere. Nadie ha regresada de ese Más Allá para aplacar nuestros miedos y han sido miles de millones los que se han ido.

Esto me desconcierta bastante. Por un lado siento la fe que me inculcaron y he conservado gracias al entorno en que he vivido y por otro me ahogo en un mar de dudas que nadie ha sido capaz de atravesar para disĂ­pamelas”. 

Quiero creer en ese Ser Superior que todo lo ha creado y lo controla. El que castigará tantas injusticias y premiará las angustias padecidas. Y quiero  poner a ese Ser, el rostro de ese Cristo evangĂ©lico que desde pequeño me enseñaron a amar y respetar. Me quedo con sus mensajes y ejemplos y huyo de detalles que me pueden hacer vacilar.

Lo veo en ese niño que me sonríe y advierto en su mirada la bondad e inocencia que ahora tanto echo de menos y me duele haber perdido. En ese indigente que tiene hambre y se acerca educado y humilde a solicitar mi caridad, sin advertir rencor en su gesto y palabras ante lo mal repartidas que están las riquezas de este mundo.

En esos seres en los que el amor a los demás domina sus propias exigencias y dejan familias y comodidades y se marchan a tierras extrañas y difíciles, para llevar su consuelo y solidaridad a los que siendo hijos de un mimo Dios no han tenido tanta suerte.

SEPULCROS BLANQUEADOS

Todos los que pasan hambre y sed de justicia, muy numerosos en nuestros días, que no se alzan violentos y furiosos contra el que los explota, oprime, somete y tiraniza y no por ideas políticas y debilidad de carácter, sino por ausencia de maldad en sus sentimientos.

En esas madres que ven sufrir y hasta morir en una lenta letanĂ­a de amarguras a sus hijos, ante el egoĂ­smo y codicia de los que se dan golpes de pecho y airean medallas y cruces, sin que se revuelvan iracundas y vengativas ante tanta insensibilidad. A esos que JesĂşs, llamaba “sepulcros blanqueados”.   

Me gustarĂ­a que esta fuera la realidad tras la muerte y este convencimiento me ha acompañado la mayor parte de mi vida, aunque a veces hayan surgido lagunas,  resquemores y decepciones.

Me encoleriza y subleva la amoralidad de la conducta humana, la codicia del poderoso, la pasividad del que usurpa y tiraniza, la frecuencia con la que se libran de la cárcel los que cometen delitos graves y la sufren  los que lo hacen obligados por el hambre y las adversidades”.

Todos cuantos a veces me hacen pensar que puedo estar equivocado, pues ese Dios que es justo y misericordioso y echó a los mercaderes del templo a latigazos, no puede consentir tanta crueldad desatada y lágrimas inocentes vertidas. Y esta es la causa de que a veces, la teoría del agnóstico y la nada, cobre fuerza y aumente mis recelos ante lo que me he de encontrar en la otra orilla de esta Laguna Estigia que desde el instante de nacer atravesamos.
     

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