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Al salir del cine: FILÓSOFOS A CABALLO (El consejero)

César Bardés [colaborador].-

El dinero suele ser una bestia imparable que solo quiere más. No hay ninguna otra palabra para definir sus motivaciones, sus virtudes y, por supuesto, sus defectos. Lo peor de todo es que siempre se arrastra a personas con los mismos objetivos. Víctimas propiciatorias de su propia ambición que depositan todas sus miras en la felicidad que solo el mismo dinero puede proporcionar. Y están muy equivocados. Tanto es así que no son capaces de ver que la miseria está a muy poca distancia del lujo.

Así pues tenemos un mundo de nuevos ricos, millonarios con tendencia a la horterada más impensable, no demasiado inteligentes, que se mueven siempre por negocio y nunca por motivaciones personales. Su mundo es sencillo, sin más reglas que rodearse de una increíble serie de placeres superfluos que lo único que hacen es evidenciar el mal gusto de sus propietarios.

Por otro lado, tenemos a un hombre que también tiene dinero, aunque no tanto, y, sin embargo, ambiciona vivir como un hortera de lujo. Es inteligente, es apuesto, tiene una cierta elegancia y buen gusto. Su mundo es más complejo, está lleno de reglas de compromiso, de éticas basadas en los sentimientos personales que, naturalmente, son palmeras en un desierto de brutalidades. Y ese tipejo, que tiene más clase que todos los facinerosos del mundo, resulta que quiere vivir como ellos.



La confrontación sería aceptable si no fuera porque todas y cada una de las escenas en las que hay más dos líneas de diálogo están llenas de circunloquios y pensamientos filosóficos sobre ambos mundos y sus supuestas incompatibilidades. No se pueden aplicar las soluciones de un mundo a otro y viceversa y ya estamos liados. Tenemos una prolija serie de explicaciones que lo único que pretenden es hacer de cada escena un momento álgido y lo que realmente consigue es una sensación cargante, bastante pesada, rodeada de sudores de mal olor y vueltas sobre el mismo asunto.

El culpable, más que el director Ridley Scott, es el guionista y escritor Cormac McCarthy porque ha creído que se pueden aplicar las reglas de la novela a una narración cinematográfica. Como no tiene párrafos en los que se puedan describir motivaciones, conductas y consecuencias, lo vuelca todo sobre el diálogo y llega un momento en que lo que puedan decir los personajes del embrollo, importa más bien poco.

En cuanto a las interpretaciones, Michael Fassbender está correcto aunque muy, muy diluido en la parte final. Penélope Cruz no aporta demasiada intensidad a las escenas y es un rol que, aunque secundario, tiene su importancia. A Javier Bardem alguien debería decirle que no hace falta caracterizar tantísimo a los personajes que interpreta porque está al borde del exceso y, en alguna ocasión, coquetea descaradamente con él. Brad Pitt está muy bien porque es, quizá, el papel más coherente, más conjuntado y más lúcido de todo el entramado. Y la que se lleva la función por encima de todos ellos es Cameron Díaz, peligrosa hasta sentada en un coche, que come con la mirada y devora con los gestos y que tiene que luchar con una trama que se empeña en dejarla atrás porque no acaba de fijar el foco de atención en lo realmente interesante del asunto.

Y es que hay que pensárselo bien antes de tomar la decisión de progresar y tomar parte en las decisiones. Más que nada porque eso conlleva ciertas responsabilidades que, de alguna forma un tanto misteriosa, pueden salpicar en virtud de la casualidad. En ese mundo de coches llamativos, de piscinas, de mujeres exuberantes y de gafas de sol sacadas de los años setenta, no hay lugar para las casualidades. Solo así se entiende que sea tan fácil rebanar el pescuezo a los trabajadores de la droga. Todo lo demás no son más que intentos de hacer que los filósofos giren en torno al caballo.

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