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Al salir del cine: HACIA EL FINAL (Le week-end)

César Bardés [colaborador].-

Cuando se camina sin dilación hacia el final, cuando las arrugas pueblan ya nuestro rostro de tal manera que nos miramos al espejo y no nos reconocemos, cuando los huesos duelen y la incertidumbre se hace rutina, hay algo que es mucho más duro y que, sin embargo, está ahí, amenazante y siempre presente. Es la maldita soledad. El miedo es su acompañante y la sensación de que, al día siguiente, ya no hay nadie a tu lado no es más que el presentimiento de nuestras subidas y bajadas, de nuestros terribles fracasos y de la seguridad de que no somos ni la mitad de lo que pudimos y quisimos ser.

Así que es posible que, en cualquier reunión o en cualquier lugar donde estén reunidos unos cuantos conocidos, se digan cosas sobre nosotros que nos parecen ajenas. Yo no fui ése que se describe. Yo no tuve tantas inquietudes cuando mis piernas eran jóvenes. Yo no era ése rebelde que disfrutaba de la vida. Más que nada porque el disfrute ya me está vedado y es muy improbable que vuelva. La vida es así de cruel.



Tal vez el cuerpo no responda cuando se tiene todavía ese espíritu para comenzar de nuevo algo, para hacer eso que siempre quisimos hacer y para lo que nunca tuvimos tiempo de realizar. O puede que solo sea un íntimo deseo de cambio, de ver que la vida se ha escapado como una fugitiva y que el aburrimiento se ha instalado dejando más poso que el propio transcurrir de la estabilidad. O incluso se intuye que el corazón está ahí pero no se le oye porque ya es una debilidad en sus sístoles y diástoles y morimos cada vez que la frustración vuelve a rondar nuestra moral. Quizá el amor es lo que nunca pasa y nuestro gran defecto sea nuestra incapacidad para ver que está ahí...como una consecuencia ingrata del aborrecimiento que tenemos hacia nosotros mismos. Solo todas y cada una de las arrugas de nuestra maltrecha piel saben las respuestas.

Y es que volver a vivir un fin de semana de pasión es tan difícil como sentir de nuevo la jovialidad y el ímpetu de unos años que se esfumaron entre abrazos, sonrisas y cosas compartidas. Más vale conformarse con la complicidad emanada de todo ese tiempo y bailar con esa clase que se deseaba alcanzar y que ya pasó de largo. El fracaso es algo permanente porque siempre vivimos con la necesidad del éxito y nunca valoramos el triunfo, solo nos vale la derrota. En el fondo, es una postura mucho más cómoda.
La amargura deja un rejuvenecimiento en el ánimo porque se expulsa todo aquello que está enfermo en las entrañas. Hay que espetar las cosas que se han pensado en la cara del otro como sĂ­ntoma de que se siente porque la pasiĂłn se fue, maldita sea. Se acabĂł. Se largĂł con los sueños y con las ganas y con los proyectos y con la ilusiĂłn y nos dejĂł tan solos como una solitaria copa de vino con sabor a desazĂłn y  a hiel. ParĂ­s puede que sea la ciudad ideal donde escribir de nuevo una historia que siempre estuvo mal contada. Y esa historia fue nuestra vida.

No cabe duda de que todas las páginas de sentimientos que puede escribir esta pelĂ­cula están pobladas con la caligrafĂ­a de un actor como Jim Broadbent, enorme y lleno de matices, acompañado de Lindsay Duncan, algo menos brillante pero atractiva y luminosa cuando sonrĂ­e con sus ojos. En el medio, hay comedia, hay tristeza, hay melancolĂ­a, hay amor, mucho amor. Lo que pasa es que es tan travieso que exige un redescubrimiento cada cierto tiempo. Y si no lo hacemos, no queda otra cosa más que la desolaciĂłn por todo lo que los años se han llevado. No solo el hecho de amar, sino hacerlo de una forma joven, desde unos corazones jĂłvenes y con unas miradas impregnadas de juventud. Todo es cuestiĂłn de regresar a la ciudad donde todo estaba a flor de piel joven y murmurar, desde lo más profundo de nuestra jovialidad, un Ăşltimo “te quiero”. Ése es un nuevo principio. Y no es ningĂşn final dĂ©bil. 

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