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Atrapados en Roma [Memento Mori]

José Antonio Sanduvete [colaborador].-

      TardĂł varios dĂ­as en darse cuenta de que se encontraba atrapado. Tal vez tres o cuatro dĂ­as desde que perdiera el aviĂłn de vuelta. Fue despuĂ©s de que intentara salir de la ciudad en autobĂşs, en motocicleta y en tren. Entonces comenzĂł a pensar que quizá tuviera un problema.

     Pronto se autodiagnosticĂł como si padeciera una variante del sĂ­ndrome de Stendhal. Subyugado por la belleza de la ciudad, por sus rincones y sus encantos, hacĂ­a tiempo que habĂ­a pasado su periodo planeado de estancia. Hiciera lo que hiciese, pensara lo que pensase, todas sus decisiones le llevaban a permanecer más tiempo en la ciudad eterna. Ni su vida anterior, ni sus obligaciones laborales ni su familia eran motivos suficientes para dejar de disfrutar de los restos de la antigĂĽedad clásica, del mármol y los adornos dorados, de las iglesias paleocristianas, del estilismo barroco, del caos del tráfico.

     ComprendiĂł que tardarĂ­a en salir de allĂ­. Se encontraba atrapado en una jaula de oro, retenido en la prisiĂłn más bella de mundo.

     Curiosamente, el tiempo y los paseos le llevaron a conocer a otros en su misma situaciĂłn. TomĂł un capuccino con un alemán que debĂ­a de haber abandonado Roma tres semanas atrás; saludĂł en la Piazza Navona a un americano que habĂ­a llegado el verano anterior; incluso compartiĂł un limoncello con un polaco que llevaba allĂ­ ya diez años. Todos habĂ­an sucumbido a la magia de la loba capitolina.

     Con estos precedentes, llegĂł a la conclusiĂłn de que, en realidad, tampoco estaba tan mal. PodrĂ­a pasar una vida rodeado de belleza y armonĂ­a. Roma podrĂ­a ser una prisiĂłn, pero no se sentĂ­a cumpliendo una condena. A concluir esto le ayudĂł, en definitiva, aquel chipriota que le hablĂł de sus cuarenta años sin salir de la ciudad. HabĂ­a intentado escapar, sĂ­, durante el primer mes. Luego se habĂ­a rendido y, extrañamente incluso para Ă©l, no habĂ­a sentido angustia alguna. No sentĂ­a suprimida su libertad. Roma era suya desde la Ăşltima catacumba a la cima de la cĂşpula de San Pedro, como Ă©l era de Roma de la cabeza a los pies.

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