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El último monje [Memento Mori]


José Antonio Sanduvete [colaborador].-

Cuentan que el último monje de la abadía de Lorsch se enterró a sí mismo. Ya no quedaban muchos cuando Otón Enrique disolvió la congregación, en 1563, y entregó sus terrenos a distintos príncipes calvinistas y luteranos.

El hermano Bernard ya estaba viejo, ya se sentía morir, de hecho, de modo que no le interesaron lo más mínimo la pensión y las buenas palabras que recibieron antes de su expulsión. La abadía había sido su hogar durante más de cincuenta años.

Allí había trabajado, rezado y reflexionado, conviviendo con sus hermanos en el huerto, en el refectorium, en la iglesia y en el scriptorium en el que, como tantos otros afortunados desde 1163, había contribuido a la creación del códice que narraba las crónicas de la abadía, de sus alrededores y de su tiempo durante siglos.

Así pues, esperó a que todos se hubieran ido y, contemplando por última vez los muros que le habían cobijado, física y espiritualmente, durante toda la vida, tomó el códice y bajó a la cripta esperando que le cobijaran también en la eternidad.

Allí se introdujo en uno de los nichos que quedaban libres, tapó la entrada con una losa de mármol y esperó calmadamente la muerte. Esta llegó dos semanas después, tiempo en el que Bernard no comió, no bebió, y si respiró fue a duras penas, tal vez por alguna rendija descuidada entre el frío mármol de la losa sepulcral y la dura piedra de la cripta.
    
En 1951 exhumaron su cadáver, en el proceso de unas obras de restauración llevadas a cabo por el gobierno de la República Federal Alemana. Bernard seguía allí, abrazando aquel códice de incalculable valor y que desde entonces se conserva en el archivo estatal de Wurzburgo.

El monje había escrito en él incluso desde la tumba. Fue eso lo que hizo durante sus dos últimas semanas de vida. Escribir y orar, orar y escribir. Aun a oscuras. No hay mucho más que hacer cuando se espera la muerte en un cubículo minúsculo, y la luz no es necesaria cuando se ha escrito día y noche, a la luz de la velas, en el oscuro scriptorium, durante toda una década, según él mismo cuenta en las últimas páginas escritas.
    
Cuando lo encontraron, sus dedos se encontraban tan aferrados al pergamino que hubo que quebrarlos para arrebatárselo.

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