Odia el delito y compadece al delincuente

En mis tiempos del ministerio de Marina, antes de que se fusionaran en el de Defensa los tres organismos militares, ejercí mi actividad laboral durante más de veinte años en el Juzgado de la Jurisdicción Central. Fue la época más grata de los más de cuarenta años que pasé como funcionario en esa dependencia castrense, alternando con el periodismo.
La mañana era un “currante” en Marina y tardes y parte de las noches, incansable y entusiasta periodista. El primero era para asegurar mi futuro a través de mi cotización en la Seguridad Social y el segundo, seguir mi vocación y disfrutar con esta apasionante profesión que desde pequeño me tenía fascinado.
Colaborar en prensa era cobrar por el trabajo realizado y acordado, sin más derechos que percibir lo estipulado. Mi ocupación de las mañanas me impedía comprometerme por completo y en exclusiva con un medio determinado. Dejar un empleo fijo en el Estado era arriesgar demasiado, teniendo en cuenta que el trabajo en prensa estaba sometido a una serie de circunstancias difíciles de prever, como el cambio de director o empresa editora y renovación del personal y el no menos temido veto y acoso del gobierno.
Así pasó con el diario “Madrid”, que no solo lo cerraron sino que acabaron dinamitando el edificio. Casado y con tres hijos no podía correr ese albur, aunque sintiera envidia de aquellos compañeros que dedicaban su jornada completa a la aventura más maravillosa que uno puede imaginar, cuando se siente tan profundo.
En el Juzgado, como ocurrirá en los civiles, era el que tomaba y pasaba a máquina las declaraciones de imputados y testigos (aún no habían aparecido los ordenadores), y las diligencias, providencias, sentencias y demás trámites judiciales.

El juez se limitaba a preguntar y firmar y el secretario a dar fe. Me gustaba ese trabajo y moverme en ese mundo, tan desconocido e interesante. Acudía a él con entusiasmo y placer. No era esa jornada rutinaria que cansa y fastidia al que la tiene que soportar. Descubrí una actividad sorprendente.
PÉRDIDA DE LA LIBERTAD
La suerte que tuve es que mis jueces ascendieron a generales y a ministros togados y todos ellos, sin excepción, me trataron con mucho aprecio y consideración, aún ya retirados e incluso después de mi jubilación. En ese trabajo conseguí la primera de las dos Medallas al Mérito Naval que poseo y de las que me siento orgulloso y reconocido.
Una de nuestras actividades era ir en el coche oficial a la cárcel para interrogar a algún preso. Al llegar la primera vez a la entonces existente en Carabanchel, me impresionó el rótulo que figuraba a su entrada: “Odia el delito y compadece al delincuente”. Desde entonces y ha llovido bastante, la he tenido fija en mi memoria.
Nunca he odiado al preso, aunque comprendiera la lógica reacción de la justicia hacia el que ha delinquido. No obstante, pienso en la angustia y soledad que debe sentirse encerrado y aislado en la estrechez de una incómoda celda, días y noches, meses y años, pensando en su familia y añorando esa perdida libertad que solo se valora, como todo en esta vida, cuando se echa de menos y se recuerda con nostalgia.
Sin omitir el terrible remordimiento por el mal causado, a veces de manera involuntaria. Luego supe que la autora de esta acertada frase fue Concepción Arenal, cuando la nombraron -cosa insólita entonces para una mujer-. Directora General de Prisiones.

GOLPISTAS
En otra de mis visitas, esta vez a la prisión militar de Alcalá, a raíz del “23-F”, para otro asunto, nos encontramos en el bar y hasta hablamos con él, a Pardo Zancada, uno de los implicados en ese oscuro episodio. Un encuentro muy ameno e interesante.
A lo lejos, paseando solitario por el jardín, vimos al general Armada que, por lo que nos contaron, hacía vida aparte del resto de compañeros. Por cierto, como entonces en el DNI, figuraba la profesión, en el mío se leía la de “Periodista”, a pesar de que iba con un juez militar y en un coche oficial donde se advertía “Juzgado Militar”, hubo problemas para que me dejaran pasar y tuvo que bajar el director de la prisión para comprobar y autorizar mi entrada.
Me resultaba hasta divertida esta anécdota. Les parecía insólito facilitar la entrada en esas fechas y a ese lugar de un periodista, aunque oficialmente fuera como miembro de un juzgado militar.
Puedo afirmar y ufanarme de que nada de lo que pasó por el juzgado, y hubo casos y sucesos que me hubiesen reportado buenas ganancias y éxitos profesionales, salieron a la luz, ni fueron comentados con nadie. Ni siquiera en “El Imparcial”, diario donde firmaba entonces una columna titulada “Así opina la calle”. Mis jefes sabían de mi actividad en prensa, pero no les preocupaba pues confiaban plenamente en mí discreción profesional.
Siempre me ha impresionado la amargura que han de sentir los que se hallan privados de libertad. Más aún

DEFENDERSE DE LOS QUE TRANSGREDEN LAS LEYES
No me refiero al asesino profesional, violador o psicópata violento y peligroso. La pérdida de la libertad, como todo lo importante que perdemos en esta vida, es algo excesivamente valioso, aunque no nos demos cuenta de ello hasta que la echamos de menos y sentimos su añoranza.
Comprendo que todo delito debe ser castigado de acuerdo a su gravedad, reincidencia, voluntad de causar daño y consecuencias que ha podido causar. La sociedad ha de defenderse de los que transgreden sus leyes y normas establecidas mediante un preciso procedimiento, detenida investigación judicial y justa y meditada sentencia.
Pero no deben tener idéntico trato interno y medidas disciplinarias el que delinque o mata por sadismo, venganza, capricho y reincidencia, que quién lo hace de manera involuntaria y circunstancial. Este diferente matiz, ha de reflejarse en la sentencia, en el trato que reciban en la prisión y hasta en su separación, por razones de seguridad, de los que hacen del crimen, la agresión sexual y la violencia un “modus operandi” y hasta en ocasiones “modus vivendi”. El resultado del delito puede ser el mismo, pero no la manera de producirse aunque algunos no quieran entenderlo.

Es una temeridad y trágica irresponsabilidad ir conduciendo en esas condiciones y causar la muerte de una persona que circulaba tranquila y correctamente a su nuevo trabajo. Yo no hubiese utilizado el coche en tales condiciones, y si hubiese cometido tan grave error, me hubiese llegado a vera su angustiada familia para pedirle perdón por lo ocurrido y ofrecerme en todo cuanto me necesitaran lleno de dolor y destrozado por el remordimiento.
NI SON TODOS LOS QUE ESTÁN, NI ESTÁN TODOS LOS QUE SON
Sé que no podría devolver esa vida, pero al menos mostraría mi dolor, sufrimiento y solidaridad con esa atribulada viuda y sus hijos ante lo mal que lo estarían pasando. Su omisión o cobardía en este aspecto, no tienen excusa alguna. Sin embargo, no me parece lógico que muchos celebren su entrada en la cárcel con manifestaciones de alegría; casi con el mismo entusiasmo y la paranoia que los franceses celebraban las decapitaciones públicas con la triste y famosa guillotina.
Me uno y solidarizo con el irreparable dolor de la familia Parra y le deseo resignación y fuerza moral para poder superar tan dura tragedia, pero no lanzaré las campanas al vuelo y casi brindar con champán, al ver cómo esa infortunado e insensato conductor ingresaba en prisión, aunque su ausencia sea temporal.
Ni tampoco me ha hecho renunciar a mi adoptado lema de odiar al delito y compadecer al delincuente, aunque éste que tratamos sea de tan graves consecuencias, como involuntariedad de ocasionarlo. Ni todos los que están son delincuentes, ni todos los que lo son están entre rejas
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