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Las que me llevaban a misa…

  

Félix Arbolí [colaboraciones].- 
      
La academia de baile estaba en la calle del Príncipe, junto al famoso “Teatro de la Comedia”. En su fachada una placa recordaba que había sido el escenario donde José Antonio fundó Falange Española de las JONS en 1933. Hoy me figuro que no estará este recordatorio, al igual que otros del franquismo. Como si al intentar ocultar la realidad, la hiciéramos desaparecer.

Eran mis primeros meses en Madrid, aún antes de hacer la mili y vivía el cambio con el mismo asombro y curiosidad que Alicia sentía al adentrarse en ese insólito país de las maravillas. Todo era nuevo, diferente y hasta disparatado para un joven provinciano. Siempre me ha gustado bailar, aunque he de confesar que nunca he destacado en esta actividad. Soy un entusiasta de la música, pero no puedo presumir de mi arte en una pista de baile. 

En el Cádiz de mi época, eran pocos los párrocos que nos permitían bailar “agarrados”  en sus fiestas parroquiales. Tampoco eran frecuentes los eventos sociales donde el galán y la dama se entrelazaban, bailaban y en ocasiones, se enamoraban o lo pasaban bomba, según las circunstancias que se dieran en la pareja. No es que llegara con los “pelos de la dehesa”, pero si con el polvo provinciano de principios de los cincuenta. 

Pensé que ésta era mi oportunidad para bailar bien. Nada más entrar, apareció una joven bastante estilizada y guapetona, con un contoneo que balanceaba mis pupilas al mirarla.  Se me acercó dando la impresión de que me conocía de toda la vida por su extremada cordialidad. La presencia de esa “sílfide” disipó todos mis resquemores. “Yo aprendo a bailar con esta “moza -me dije-, aunque tenga que pasar el resto del mes a pan y agua”.

Aboné las quinientas pesetas de la quincena, que me dejaron boqueando como pez recién sacado del agua e inicié mi aventura. Más que bailar, hablábamos estrechándonos mutuamente oyendo la música. Gozaba con la íntima cercanía de esa mujer como si estuviera en una nube. El tango con sus pasos tan enrollados y cimbreantes era una de mis  piezas preferidas. 

MARAVILLOSA Y DESCONOCIDA LOCURA

Ella sabía cómo mantener mi entusiasmo a tope. Y consiguió que a las primeras quinientas, sucedieran otras y me hiciera popular en ese centro, hasta el punto de que el propietario tenía una sala de fiestas en la Gran Vía y me dio un pase para que la visitara y alternara sin tener que pagar un céntimo. Algo insólito.                        

Recién llegado de mi provincia, donde para dar un beso a la novia había que solicitar  permiso de su confesor, pues todas eran “hijas de María”, estas “libertades” me parecían una maravillosa y desconocida locura.

Por las tardes, en un amplio salón de esta academia, se celebraban sesiones de bailes con  tocadiscos, donde unas jóvenes estaban disponibles para bailar, mediante la entrega de un vale que daba derecho a un baile y costaba quince pesetas. La mayoría de clientes eran señores ya maduros que intentaban ligar más que bailar. Eso sí, con aspecto de ser respetables padres de familia. 

A mí me gustaba bailar con Teresa, una chica muy guapa, con aspecto de no haber roto un plato en su vida y con unos ojos donde yo, en mi locura por curar el reciente descalabro amoroso en mi provincia, solo veía ternura, bondad y la posibilidad de poder superar mi dolorosa ruptura.

MISA DE DOMINGO

Solo bailaba con ella desde que llegaba hasta que me iba y una tarde le propuse salir el domingo. Aceptó. Para no perjudicarla, le aboné los tiques que me dijo solía reunir en una jornada de trabajo. Por esta mujer era capaz de hacer cualquier sacrificio.

Lo primero que me propuso nada más vernos la mañana dominguera es que fuéramos a misa, donde confesó y comulgó. Me llamó la atención este detalle y me hizo recordar con cierto recelo a la que acababa de dejarme, también de misa y comunión, pero diaria. Durante el desayuno, me habló que era enfermera y que con las clases de baile, buscaba unos ingresos extras para atender a las necesidades familiares. 

Me contó su preocupación ante un cliente de la academia, que tenía fama de chulo y mala persona y la acosaba de manera grosera. Me indicó que no podía negarse a bailar con él, pues abonaba su ticket  y no le permitían rechazar a ningún cliente que se comportara correctamente.

Pasé un día estupendo, dado que me atraía mucho no solo su físico, sino su manera de hablar, educación y saber estar. Me comporté con la equivocada corrección del que confunde el respeto a la mujer con contener los impulsos naturales que siente una pareja cuando se halla a gusto y enamorada. Aunque en ellos no haya nada ofensivo.

MISAS Y AMOR, INCOMPATIBLES

Aguanté mis ganas de abrazarla y besarla, extremando mis cuidados para no darle una primera impresión equivocada. No escarmenté con lo que había pasado en mi reciente descalabro con la de Vejer, a la que respeté al máximo, pues no solo era mi gran amor, sino que la adoraba. También era de misa y comunión y me hizo ser casi un santo, aunque acabé con la corona del martirio y sin poder gozar de la gloria.  

Cerca de las nueve de la noche me dijo que tenía que pasarse por la academia para cobrar los tiques, pues debían hacerlo en el día. Me pidió que la esperara en la puerta mientras ella subía y cobraba. Cuestión de minutos.       
 
Tras un breve tiempo, oigo voces y risas y me encuentro con Teresa y el indeseable, según ella, que la llevaba enlazada por los hombros. Iban alegres y felices. Ni me saludó al pasar.

Fue todo tan de improviso, tan humillante e inesperado que no supe reaccionar. Me quedé paralizado. Los vi perderse de vista calle arriba y me vino a la cabeza lo de sus necesidades familiares.

Él estaría esperando que fuera a cobrar para hacerse cargo del dinero y pasárselo bomba a mi costa. ¿Y esa misa, confesión y comunión que significaban en esta farsa? Más que dolor, sentí rabia e indignación. Ganas de vengarme con la primera mujer que se cruzara en mi camino. Me sentí como un necio por mi rechazo a obrar de distinta manera con una nueva mujer que me interesaba. 

No volví a ese centro, ni salí con ninguna otra mujer de tan “piadosas” costumbres. Me hicieron creer que las misas y el amor resultaban incompatibles en aquellos años y busqué compañías menos complicadas y devotas.  

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