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La magia de la Navidad



Félix Arbolí [colaboraciones].- 

De todas mis Navidades hay dos que recuerdo de manera especial. Se remontan a mi infancia, cuando residía en Andalucía, concretamente en San Fernando y Cádiz respectivamente.

La primera tuvo como escenario San Fernando, la antigua Isla de León y sede de las primeras Cortes Constituyentes. Hacía dos o tres años que había acabado la guerra y se sufrían las consecuencias de ese duro y cruento periodo, que afectaba no solo al luto en el vestuario femenino, sino en la carencia de recursos alimenticios disponibles.

No nadábamos en la abundancia, pero tampoco pasábamos el hambre que afectaba a otras muchas familias castigadas por la desgracia. En aquella época durante la Nochebuena y en las casas andaluzas, los portales permanecían abiertos para que amigos y vecinos pudieran pasar al salón donde se les invitaba a unas copas y golosinas navideñas. Nunca hubo bronca o sobresaltos en esa apertura de intimidad que esa noche compartíamos con todo el que se acercaba en paz y de buena fe. 

El menú navideño en aquellos años no pasaba del pollo, gallina o carne con guarnición y una salsa especial donde se pudiera mojar mucho pan y con él saciar nuestro apetito. Mi madre, justo es reconocerlo, era buena cocinera. Para abrir boca, sopa con varios y sabrosos ingredientes y algunas latas de conserva, taquitos de chorizo y queso y como postre, los dulces clásicos de la fiesta.

El pollo o gallina en aquellas fechas era algo similar a comer faisán en las actuales. Procedían de fincas familiares, pues las granjas industriales aún tardarían en aparecer y por ello su precio no era asequible a modestas economías. 

PAVEROS

Semanas antes de las fiestas, los paveros recorrían las calles anunciando a pleno pulmón, su numerosa y modorra mercancía, para que los vecinos pudieran elegir y comprar la pieza más acorde a sus presupuestos.

A los nueve o diez años, esa extraña procesión me divertía bastante y a veces acompañaba la comitiva para gozar más del espectáculo.  Envidiaba a los que podían comprarlo y me daba pena contemplar la docilidad de los candidatos camino de su holocausto.

Mi sorpresa fue enorme cuando un día llego a casa del colegio y me encuentro paseando torpemente por el patio interior un enorme pavo. A mí me pareció un elefante. No sé cómo llegó, si fue regalo de alguien o capricho de mi madre, aunque me inclino más por lo primero. La cuestión es que pasó a formar parte de nuestros juegos infantiles y hasta le pusimos por nombre “Camilo”, en homenaje al párroco de nuestra iglesia, que así se llamaba y estaba más relleno que nuestra “mascota” provisional.

Estuvo dos semanas con nosotros y llegó la hora del sacrificio en aras de la buena mesa. Nadie quería que lo mataran, sobre todo los pequeños que ya lo considerábamos como parte del conjunto familiar y compañero de juegos. Entre llantos y protestas, Juana, nuestra antigua niñera, que no quiso abandonarnos hasta que se casó, tuvo que asumir el papel de verdugo y terminar con la vida de Camilo.

Pasé un día triste y una noche inapetente al pensar que esa carne tan aromática, era todo cuanto quedaba de mi plumífero amigo. No recuerdo si llegué a probarlo, aunque me figuro me sería difícil resistir tan tentadora provocación. 

SERPIENTE DE MAZAPÁN

Unos años después, viviendo en Cádiz, la tarde de Nochebuena me fui con mi hermano Luis, un año mayor que yo, a recorrer la ciudad y contemplar las luces, adornos, escaparates y demás alicientes que se ofrecen estos días tan especiales. Antes de llegar a casa, nos detuvimos ante el escaparate de una de las confiterías más famosas de la ciudad, “La predilecta”, en la calle San José. En uno de mis viajes, hace ya unos siete años, pude advertir que aún existía, ahora ya no lo sé. 

En su engalanado escaparate de luces de colores, se ofrecían todos los dulces propios de estas fiestas. En el centro, como reclamo especial, ocupando el lugar de honor, una enorme caja conteniendo una serpiente de mazapán, con ojos de cristal y todo el cuerpo adornado a base de variadas confituras. Si nuestra madre Eva la hubiese visto, se lanza a ella y olvida a la manzana. Un insulto al hambre e ilusiones infantiles. Bien visible, un cartelito decía “vendida”.

Nos quedamos fijos, sin pronunciar palabra, admirando esa exquisita delicia que alguna familia afortunada ya había adquirido. Absortos en su observación no nos dimos cuenta que se habían acercado unos niños pijos en unión de su padre. Nos sacó de nuestro hipnotismo “herpetológico”, la voz de uno de ellos que al vernos tan interesados, nos quiso humillar y mirándonos con altivez, pidió a su padre lo que quería les comprase.

Su lista no parecía tener fin. Me ofendió su intención y le dije a mi hermano, en un tono suficientemente alto para que me oyeran: “Mira Luis, la serpiente de mazapán que han comprado en casa”. Tras un breve titubeo, mi hermano cogió la onda y me contestó con naturalidad: “Ya lo sé, por eso le han puesto el cartel”.

EL TÍO DE ALICANTE

Los niños nos miraron con rabia y sin dar razón alguna de su decisión, dijeron a su padre: “¡Vámonos!”.  Se fueron sin pasar al interior a realizar las compras voceadas, que seguramente serían un farol para fastidiarnos.

Lo más sorprendente es que al llegar a casa, nos enteramos que había venido de Alicante, mi tío Pepe, uno de mis más queridos familiares, hermano de mi padre, cargado de regalos y todo tipo de dulces y golosinas propias de estas fiestas y lo más asombroso aún, la serpiente de mazapán. Era verdad que estaba vendida, pero para casa.

Mi “farol” sí se encendió en esa noche estrellada y luminosa. A veces suceden cosas inexplicables y prodigiosas, que se ven en las películas y piensa uno que el cine es una fábrica de sueños, que no se hacen realidad.

Desde ese día creí en los milagros y en la magia de la Navidad, no solo por cuestión de fe, sino por esa grata experiencia de la que di gracias a Dios y a su ocasional mensajero, mi tío que había llegado desde Alicante, donde le cogió la guerra, siendo jefe de su Distrito Forestal.

Siempre que llegan estas fechas acude esta milagrosa anécdota a mis recuerdos y el agradecimiento a ese tío que nos hizo pasar una de las Nochebuenas más felices de toda mi vida”.

1 comentario:

  1. Mi infancia, al igual que la suya, transcurrió en Andalucía y en la posguerra . Recuerdo que una Navidad también tuvimos en casa un “Camilo”, pero no era un pavo sino un chivo, que los chiquillos no fuimos capaces de probar tras el “sacrificio”. Sin embargo, en mi pueblo natal, que no se parecía en nada al pueblo turístico que es hoy , no podíamos contemplar escaparates con dulces navideños porque no había pastelerías. Si se disponía de “materia prima”, esos dulces se hacían en casa . Y si no se disponía de ella, ya se puede imaginar lo que pasaba. Eso sí, a los que teníamos muy pocos años entonces nunca nos faltaba un pirulí , de fabricación casera también, envuelto en papel de estraza. Y tan felices.
    Un abrazo, don Félix. Y a Vd., así como a todos los que hacen posible “Puente Chico” y a sus lectores, les deseo un ¡Feliz y Próspero Año 2015!

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