Ausencias que nunca dejas de añorar
Félix Arbolí [colaboraciones].-
Hoy, ocho de marzo, hace setenta y ocho años que murió mi padre. No conocí a mis abuelos y apenas pude saber lo que es un padre. Solo a través de referencias, todas ellas buenas gracias a sus principios y manera de vivir. No me mueve la pasión de hijo porque en tan solo cuatro años que me acompañó en la vida, no tuve tiempo de conocerlo.
Recuerdo que de pequeño sentía una envidia enorme de mis amigos y compañeros cuando los veía con su padre o hablaban de él, de sus regalos, abrazos y emociones. De los asuntos que más interesan durante la infancia. Sufría al sentirme privado de ese ser tan especial.
Me veía como un niño marginado, y a veces hasta en mis cortos años y los avatares de una vida rota, me dirigía a ese Dios, del que siempre me alababan su misericordia y amor a los niños y le preguntaba el por qué me había arrebatado tan temprano a esa persona tan querida y necesaria.
No me figuro cómo era, ni si me llamaba de alguna manera distinta y cariñosa. Todos tenemos un recuerdo o un detalle que nos hace personalizar e idealizar a ese ser que se nos ha ido. Yo no tuve ni eso. Desconozco cuál era su tono de voz, costumbres, qué solía hacer cuando llegaba a casa al acabar su trabajo. Los pocos recuerdos que pude acumular se me han borrado por completo.
CAMINO DEL CIELO
Tengo una foto sentado con mi hermana en sus brazos, su título de abogado y el nombramiento de Secretario del Ayuntamiento chiclanero, pero me han llegado tarde, pues fue pasando de mi madre a mis hermanos y como fui el más pequeño, he tenido que esperar la muerte de los mayores para que ese legado me tocara. Solo sé que estuvo conmigo cuatro años y se fue de mi vida para siempre.
Mi madre nos contaba cosas sobre él y todas ellas ejemplares. Lo que no se me olvida es que cuando murió, nos trasladaron a casa de la familia Cañizares, vecinos nuestros, para que no presenciáramos el duelo y entierro.
Cuando regresamos a casa, pasados esos trágicos momentos, me asomé al balcón principal de casa, en la calle Magistral Cabrera -quizás por ello me haya sentado tan mal que cambiara de nombre-, en unión de nuestra niñera Juana Barberá Castillo, (cito su nombre como homenaje de cariño, gratitud y admiración a esa mujer irrepetible que fue una segunda y entrañable madre), y mirando al cielo me fijé en una de las nubes y con la inocencia propia de un crío y el no darme cuenta de lo que esa ausencia iba a significar, le dije todo convencido: “Mira Juana, en esa nube va mi papá camino del cielo”.
NOSTALGIAS QUE SE ENQUISTAN
Ella me contaba que sintió un escalofrío enorme al oírme. Juana no quiso dejar su presencia entre nosotros cuando la debacle económica no nos lo permitía y siguió con nosotros hasta que se casó, continuando nuestro trato cariñoso y familiar hasta su muerte en Cádiz. Me llevaba estupendamente con Antonio, su marido, un hombre muy trabajador que la hizo muy feliz, aunque se fue antes que ella.
Su excusa era que nos había visto nacer y nos había cuidado y no dejaba ella a sus niños por nada del mundo. Dios le haya dado el descanso y la gloria que se ganó con sus méritos y virtudes. Fue una especie de compensación por quitarme tan pronto al padre, me dejaron dos grandes madres,
Hoy abuelo y con edad para poder ser bisabuelo, siento aún la ausencia insustituible de estas tres personas y me sigo sintiendo huérfano y desprotegido, como en aquellos años difíciles de mi niñez. Hay nostalgias que se enquistan en tus sentimientos y ya pueden pasar años, que nunca desaparecen de tu vida.
Pon tu comentario