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Chiclana de ayer y de hoy y mi Primera Comunión


Félix Arbolí [colaboraciones].-

Recibo y agradezco miles de fotos de Chiclana, gracias a la idea de nuestro polifacético amigo Paco Montiel  y a los que atraídos secundan su idea para ofrecernos la oportunidad de ver cómo está actualmente nuestra tierra, quiénes son o han sido sus personajes más carismáticos, eventos que se realizan y hasta cómo era nuestra entrañable ciudad en tiempos de nuestros padres y abuelos. 

Mucho han cambiado las cosas desde entonces, algunas a peor y otras a mejor. Entre ambas, la Chiclana que yo conocí y visitaba en mis tiempos de residencia en la capital, antes de mi venida a Madrid. Veo que aunque se viva mejor, hemos perdido la esencia y peculiaridad que tanto me gustaba cuando aún no se hallaba contaminada con las nuevas ideas y tecnologías.

Se dedicaba más tiempo a la familia y existía una mayor unión y complicidad entre padres e hijos,  porque de puertas para adentro no había nada que se interpusiera entre ellos o les robara tiempo y espacio

Recuerdo mi Chiclana de entonces más íntima, familiar y sociable. Echo de menos ese  viejo puente, su bajada hacia la farmacia de mi antiguo compañero y amigo, Manolo Guerrero, en los bajos de la casa de mi tía María Luisa Arbolí; el kiosco de la música, el viejo teatro “García Gutierrez”, el antiguo Club “Pepe Gallardo”, donde cerré un ciclo de conferencias en uno de mis veraneos; la calle de La Vega y sus viejos locales de copas.

La coqueta y siempre bien surtida librería “Navarro”, donde visitaba y pasaba unos gratos momentos de charla con mi amigo Pepe Navarro; el Bar “Central”, el domicilio del gran matador y buen amigo Emilio Oliva, que revolucionó con su arte y valor el mundo taurino de su época, y tantos otros lugares y personas que formaron un rincón imborrable y lleno de encanto en mi mente y sentimientos.

LA PRIMERA COMUNIÓN 

Ahora le ha tocado el turno de las fotos a la Primera Comunión y mis paisanos se han puesto a recordar y contar cómo fue ese día para ellos. Una fecha que para muchos fue memorable y para otros un verdadero suplicio, según las circunstancias. La mía tuvo lugar el 19 de mayo de 1939, un mes más tarde del final de la guerra y del nacimiento de la que hoy es mi mujer. Nadie pudo imaginar que esa pequeñaja dormilona y meona, la había reservado el destino para mí. Caprichos de Cupido.

Hice mi Primera Comunión antes de cumplir los siete años, junto a mi hermano Luis, que entonces tenía ocho, pues era año y meses mayor que yo. Fue en el colegio de Jesús María y José en la Torre Tavira de Cádiz, ciudad en la que entonces residíamos. No se me olvidarán jamás los indoloros cocotazos que nos pegaba la monja encargada de nuestra clase. Se llamaba Sor Bernarda y cuando nos reñía enrojecía su cara y las venas del cuello parecían que iban a estallarle.

Recuerdo hasta cómo era la clase, el recorrido que teníamos que hacer para ir y venir del colegio y hasta los babis que llevábamos. En la preparación de fecha tan especial lo que más nos machacaban eran las penas y los horrores del infierno si comulgábamos sin haber confesado antes nuestros pecados.

A los seis o siete años pocos pecados se pueden cometer, pero nos aterraban las escenas que contaban. Entonces era más normal que nos hablaran del fuego infernal ante una posible ofensa o sacrilegio, que del amor y el honor de visita tan especial y destacada.

NO FUE UN FELIZ DÍA

Los recuerdos sobre mi Primera Comunión, los tengo claros y no figuran precisamente entre los episodios más felices de mi vida. Todo lo contrario. Fue un día que se me hizo agotador, interminable y decepcionante. La religión entonces era habitual inculcarla a base del temor a Dios y a su ira, que a su amor y comprensión y nos acercábamos a comulgar con más temor que devoción.

Los trajes nos lo había hecho mi madre: camisa, pantalón largo, calcetines y zapatos de blanco inmaculado. Al estrenar el calzado ese día y tener que recorrernos casi toda la ciudad andando para visitar a familiares y amigos, acabamos el día con unas ampollas que nos llegaban hasta el tobillo. Fue un auténtico martirio y más aún tener que soportar el besuqueo y sobeo de todos cuantos visitábamos.

Como celebración del evento, un chocolate con churros, que allí  llamaban y puede que sigan llamando tejeringos, sin más invitados que mi madre, hermanos y Juana, nuestra niñera y segunda madre, a la que quisimos durante toda su larga vida. Nada para recordar con agrado y nostalgias.

Todo lo contrario, un día agotador, duro y que no me inspira la menor nostalgia, salvo  porque aún me quedaba una larga vida por gastar y disfrutar. No hay un solo recuerdo de mi infancia que me haga sonreír y añorarlo. No conservo ni el “recordatorio”, donde figuraba escrito lo contrario de lo que yo verdaderamente sentía. Jamás lo he echado de menos. 

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