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¿Por qué nos complicamos la vida?


Félix Arbolí [colaboraciones].-

Cuando uno se jubila después de 48 años cotizados y algunos más trabajados, espera tener una vejez tranquila y serena, rodeado de hijos, nietos, amigos y conocidos.  Siempre he creído que esta etapa de la vida era una especie de tregua a tanta lucha y decepciones soportadas. 

Durante mi infancia y juventud, aunque no llegara a conocer a ninguno de los míos, he pensado en el abuelo como una persona bonachona y llena de ternura, a la que quieren y en la que confían plenamente los nietos. Siempre he pensado que los padres estaban para educar y los abuelos para mimar y consentir, aunque yo no los conociera. Sé y me consta que mis nietos me quieren de verdad.      

Siento coraje por no haber saboreado las gratas sorpresas de la paternidad a causa de un trabajo excesivo que al final no me ha compensado lo que debiera. Han sido muchos los sacrificios y ausencia del hogar, los que me han privado del placer de haber sido testigo directo durante todas  las horas del día del crecimiento y formación de mis hijos, a pesar de que los quería y los quiero más que a mi propia vida desde que llegaron a este mundo y rompieron a llorar. 

Hoy no hubiera sido tan profesional y sí más paternal. He perdido muchas oportunidades  por mi pertinaz manía de no ser un tira levitas, ni procurar doblegarme servilmente al que llevaba consigo la varita de mi destino. He fallado en este aspecto porque el mundo es de los osados y corruptos, de los ineptos y tocapelotas y los que menos escrúpulos sienten, aunque sean los que viven más cómodos y tranquilos, porque esos nobles ideales han quedado obsoletos y sirven para  bien poco.

VERGÜENZA AJENA

Me duele ahora no haberle sacado mayores provechos a mis mejores circunstancias, influencias y favores realizados. De los honestos y dignos solo se hablan en sus entierros. Los otros, los que han triunfado a costa del hambre ajena y la poca vergüenza propia, veranean en estaciones de esquí y viajan en yates de lujo moviéndose en las altas esferas sociales y políticas. 

Me duelen mis problemas y los de otros muchos. Los de mis hijos, nietos, amigos y conocidos. Los que arriesgan sus vidas en aguas procelosas huyendo de una hambruna y una existencia espantosa y sin poder llegar a entender cómo se puede vivir tranquilo y pasar olímpicamente ante ellos sin sentirse despreciable. Siento aversión por los parásitos que viven chupando lo que a otros pertenece, llámese dinero, fama, méritos o alabanzas.

Me entristece los que no creen en Dios, porque debe ser insoportable pensar que después de esta falta de solidaridad y vivir de espaldas a las necesidades ajenas, todos vamos a recibir el mismo trato o terminar en la misma “nada”. Envidio a los que creen porque en su fe e  ideas, encuentran la serenidad, conformidad y paz necesarias para soportar tanta angustia.

Me enerva y subleva los que en nombre de un Dios, al que otros llaman de forma diferente, son capaces de cometer las mayores tropelías y salvajadas. Me avergüenzan los que veranean alegremente teniendo  problemas judiciales a sus espaldas, sin pensar en la cantidad de familias que sus egoísmos y corrupciones han dejado en la ruina y pasando auténtica  hambre.

Los que prometen quitar la cuerda que aprieta el cuello de los desheredados ciudadanos y cuando les dejan el poder de decidir, en lugar de liberarles, se la aprietan con saña y el corifeo de los cretinos que les siguen aborregados, los aplauden y los votan.



CINISMO E HIPOCRESÍA

Yo empecé a dudar de la fe gracias a mi educación en un colegio religioso, pues me di cuenta que donde deberían primar las atenciones hacia el que más lo necesitaba, como enseñó Jesús, ocurría todo lo contrario y los hijos de la fortuna y apellidos poderosos eran los mimados de la clase y los que se alzaban con todos las consideraciones.

Me di cuenta que las enseñanzas del que murió en el Gólgota, eran distintas a las que han adoptado los que se declaran sus seguidores. A los pocos años comprendí, sin que nadie me lo explicara, lo que era el cinismo y la hipocresía. Aunque ello no quiera decir, que no haya excepciones a esta regla.

Menos mal que este nuevo Papa, cual “quijote” del siglo XXI,  está batallando contra tantos molinos de viento, que llevan tanto tiempo dañando y removiendo los cimientos de la iglesia. Tanto ostracismo dañino y carente de sentido. Este Pontífice está abriendo su corazón y dando esperanza, comprensión y aprecio a tantos marginados que de vivir Jesús, serían sus preferidos, pues los pecadores, perseguidos y oprimidos eran sus prioritarios. 

Lástima que ha llegado algo tarde el bueno de Francisco, cuando la Iglesia se halla tan mal considerada y ha alcanzado cotas muy elevadas los despropósitos y excesivos privilegios en la alta Curia, donde creen que la púrpura de su vestuario es un signo de grandeza y poder y no de humildad y penitencia.




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