Un día triste y una vida de luto
Félix Arbolí [colaboraciones].-
Hay quienes se han empeñado en llenar de luto y dolor nuestras vidas y tener que soportar noticias terribles que, dada su cotidianidad, vamos a terminar por verlas y oírlas como una especie de tributo al hecho de vivir en una época que carece de sensibilidad, solidaridad y conciencia.
Europa se ha convertido en una especie de monstruo que asola países y somete naciones a las que llama aliadas. Sus industrias y empresas poderosas fabrican armas cada vez más sofisticadas y exterminadoras, no para prevenir las guerras, sino para provocarlas, allá donde menos falta hace esa matanza atroz y sin fundamento.

Los grandes hombres de la política y las finanzas necesitan hacer dinero y experimentar sus nuevos medios belicistas y nada mejor que esos países regidos por tiranos, donde el pueblo cree va a ser liberado y acaban destrozados, eliminados y obligados a exiliarse en bandadas, acuciados por las bombas del enemigo exterior, que nadie le ha llamado a participar y los demonios interiores del fanatismo religioso de los que quieren combatir y apoderarse del mundo a base de sangre y crueldad.
Un califato negro por el terror y la muerte que provoca, dispuesto a someter a sus nuevos vasallos o exterminarlos sin la menor consideración.

RECELO DEL MUSULMÁN
Y han conseguido que el ciudadano europeo, el hombre de la calle, las numerosas familias que han cubierto su alma y su cuerpo de luto y de dolor, terminen por recelar del musulmán que se cruce en su camino, pues no sabe si lleva ocultos el cinturón o la bomba que siembre la muerte en el país que los acogió y trató con amabilidad.
Y este fanático proceder es la razón de que millones de seres se encuentren en condiciones inhumanas y fuera de sus países, esperando que nos compadezcamos de ellos y le abramos las puertas de nuestras ciudades y casas. Es durísimo ver a tantos niños, madres y ancianos viviendo sin protección alguna bajo la lluvia y las gélidas temperaturas invernales, sin nada que comer, ni donde poder descansar o dormir.

Nos remuerde la conciencia y azota nuestra sensibilidad su condición, que no hemos provocado nosotros, sino sus hermanos en la fe, aunque sea una fe que ellos tergiversan y radicalizan al máximo, porque las muertes y atentados que producen en nuestras ciudades los que ya se hallaban instalados o hasta habían nacido en ellas, nos hace recelar de todo aquel o aquella que se cruce en nuestro camino y lleve esa indumentaria bajo la cual se puede esconder la bomba o el cinturón de explosivos.
Sé que hay más justos, muchos más, que pecadores entre ellos, pero no podemos adentrarnos en sus conciencias para poder averiguar las intenciones de cada uno. Y cuando vemos a alguno no podemos impedir sentir cierto miedo y tensión.
FANÁTICOS EXALTADOS

Sin tantas bombas, atentados y odio reconcentrado contra todo aquel que no practique su fe, es muy difícil que las naciones abran sus puertas de par en par a esa marea humana, ajena a los conflictos, pero que visten igual y practican sus mismas creencias. Éste es un escollo que no favorece la debida y urgente solución, aunque suframos como seres humanos el dolor, el hambre y el frío de esas familias que han perdido todo en la vida, hasta la sonrisa.
Mis más sinceras condolencias a las familias que hoy están de luto y llanto por esa pérdida tan inesperada como irreparable. Debe ser espantoso amanecer un día normal y con ánimos, incluso haciendo planes y forjando ilusiones, y acabar la jornada velando unos restos calcinados e irreconocibles sobre una mesa de mármol o un ataúd de madera. Darte cuenta que ya jamás volverá a tu vida. Y que hablen a esos padres, viudas o viudos, hijos y hermanos sobre la entrada en sus países a los que esperan en sus fronteras.

Un asunto de muy difícil solución por la insensibilidad de unos financieros y empresarios sin escrúpulos y provocadores de conflictos; unos fanáticos exaltados que creen que van a ir al paraíso por matar inocentes en nombre de un Dios, que seguro no se describe así en su Corán.
Y por la insensatez e inhumanidad de una serie de países que viven en la abundancia y dejan que sus hermanos en la fe y vecinos, se vean abocados a esa clase de miseria y abandono, sin que ellos se sientan solidarios. El pueblo, el ciudadano europeo, es la víctima de esta sinrazón en la que él no ha intervenido para nada, pero lleva siempre las de perder.
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