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Anticuentos de Navidad. 7

Albricias
José Antonio Sanduvete
[colaborador]

A medianoche surgiĂł del Night Club Babilonia una figura tambaleante. Caminaba entre gemidos, casi a rastras. AlcanzĂł la gasolinera adyacente y cayĂł al suelo entre los surtidores allĂ­ apostados. SĂłlo entonces, bajo la luz fluorescente de la estaciĂłn de servicio, un observador atento hubiera podido reconocer a una de las chicas del Babilonia susurrando peticiones de ayuda.


Había sido expulsada del local en pleno ejercicio del empleo más antiguo del mundo al romper aguas sobre la cama. Y precisamente aquella noche, Nochebuena, justo cuando el local se llenaba, tradicionalmente, de buscadores solitarios de consuelo amoroso. Daba igual, en cualquier caso. Apenas hubiera podido ocultar el embarazo unos días más. Era extraño, pues la gestación apenas había entrado en su sexto mes, ver cómo aquel ser de padre desconocido pugnaba por salir a un mundo que no le recibiría con los brazos precisamente abiertos.


Los gritos de la ramera llamaron la atención del dependiente de la gasolinera, que había encontrado ocupación y distracción para la larga noche que se avecinaba colocando por orden alfabético en el estante correspondiente las distintas marcas de patatas fritas. Aquellos bufidos animales, aquellos graznidos asmáticos rasgaban el aire como un anuncio de muerte. Luego pareció oír el llanto de un bebé, corrió a la puerta y salió al exterior.

Y en ese momento, ante aquel humilde gasolinero, se presentó un cuadro conmovedor. En el suelo, como arrojada con desprecio, sobre las manchas de carburante, sobre restos placentarios y sobre un charco de sangre, una madre acunaba a su bebé y lo cubría a duras penas con las telas de su vestido. La flanqueaban dos surtidores, uno de gasolina de 95 octanos, otro de gasóleo plus, que parecían observar la escena con calmada dignidad y bovina absorción.

El dependiente se acercĂł a la chica con gesto dulce y posĂł la mirada sobre el niño. No sĂłlo se trataba de un bebĂ© prematuro, sino que presentaba evidentes malformaciones. Su piel, por ejemplo, presentaba un color rojizo que no se habĂ­a aplacado con los intentos desesperados de la madre por limpiar la sangre del parto; por otra parte, sus pies carecĂ­an de dedos, o más bien los cinco habituales se habĂ­an transformado en dos gruesos apĂ©ndices de color oscuro y aspecto de dureza. Luego estaba su frente, deformada por dos bultos, uno a cada lado, que parecĂ­an pugnar por romper el cráneo del neonato. Pero por encima de todo estaban los ojos, esos ojos, ¿por quĂ© eran asĂ­, gatunos… y amarillos…?

Ante aquella visión, el gasolinero enmudeció momentáneamente. Por su mente pasó una palabra maldita, una profecía terrible, la esperanza de una nueva era en la que, quizás esta vez sí, reinaran la paz y el amor. Quiso gritar, pero sólo pudo susurrar:
- Albricias… albricias… ha nacido el Redentor.

Era Nochebuena. HacĂ­a frĂ­o. Del Night Club salĂ­an ya, en direcciĂłn a la gasolinera donde descansaban sus vehĂ­culos, tres camioneros portando sendos objetos en las manos. El primero, una lata de cerveza; el segundo, una petaca de whisky; el tercero, tabaco de liar.

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