ADICCIÓN A LA MUERTE (En tierra hostil)

César Bardés [colaborador]
Cuando el peligro no es más que una palabra sin ningún significado en un paisaje de desierto y muerte, la batalla que se libra en el interior de las personas es una derrota disfrazada de valor. Sólo hay casquillos rebotando en el suelo para anunciar con su tintineo la salida urgente de un mensaje que lleva una destrucción más. Sólo hay la seguridad de que, a la vuelta de cualquier esquina, la metralla de una bomba puede segar lo poco de humano que te queda.
Y así, convivir con la posibilidad de morir se transforma en una rutina que engancha, de la que no se quiere salir porque ya no importa nada tu propio destino. Lo cual no quiere decir que no se experimenten otras sensibilidades como la brutalidad que emana de una guerra en la que no hay buenos y que ni siquiera respeta a los muertos. O que, en un instante concreto, se sienta la necesidad de escuchar una voz que un día fue importante. Pero acostumbrarse a una guerra no es precisamente el mejor camino para alcanzar una paz que parece conectada siempre a un detonador.
En esta historia de artificieros, de insurgencias, de búsqueda de un peligro que se hinque en tu carne con la rabia de un pueblo ocupado y de un invasor que no sabe hacerse amigo, se clavan unos cuantos dardos envenenados en la misma retaguardia estadounidense acusando a toda una sociedad de convivir con una guerra y de aceptarlo como algo normal y permanente. En el fondo, no hay muchas diferencias entre esos que tienen enterrado el dolor de las víctimas en su conciencia y aquellos que se dedican a poner bombas sin reparar en daños a compatriotas con tal de golpear en el mismo estómago a los que tratan de cortar los cables de conexión a un país que nunca supo lo que fue vivir en democracia. Demasiados muertos ya. Demasiadas lágrimas. El desierto rojo. El alma negra.
Con un afán de realismo subrayado por el uso continuo de una cámara al hombro que, por una vez, sí tiene justificación narrativa, Kathryn Bigelow compone una película hecha de nervios transmitidos, de temibles uniformes de camuflaje, de ansiedades olvidadas porque no importa la muerte, ni el peligro, ni la explosión, ni la nada de una labor que siempre se antojará inútil. Importa dejar la huella de tu paso por un mundo que ya no tiene juguetes con los que reír.
Para ello, Bigelow, se apoya en una espléndida interpretación de Jeremy Renner (en un registro que recuerda extrañamente al de Clive Owen), yerra en un par de líneas argumentales y maneja con destreza el uso del tiempo narrativo para crear un suspense que hace que el espectador piense que puede morir alguien en cualquier momento, que una bala puede silbar su tono agudo para concluir en una coda de impacto, que un tipo cualquiera que mira lo que pasa deje caer su máscara y se muestre como un terrorista que sólo quiere arrasar sin volver a construir. Todos, los unos y los otros, son adictos a la muerte, inyectada en latigazos de adrenalina y que es implacable en un páramo donde el sol no tiene piedad con sus continuos disparos de luz, donde la arena pica y se pega en la piel, donde la sangre encasquilla unas balas que se niegan a salir, como intentando hablarnos del día en que la libertad nunca supo alcanzar el significado de la victoria. Y mientras tanto, un hombre sin miedo camina para morir una vez más, como lo hizo otras 873 veces.
César Bardés
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