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La última tentación de Satanás

José Antonio Sanduvete [colaborador]

Satanás subió a la cima de la montaña, un poco para huir de las profundidades que le asfixiaban, otro poco para sentirse por unos instantes más cerca de los cielos de los que nunca debió ser expulsado. Subió enajenado, inconscientemente, y más tarde pensaría que había sido una auténtica casualidad el no haberse despeñado ladera abajo.

En la cima le esperaba Dios. No había cambiado mucho desde la última vez, tal vez algo más entrado en años, aunque igual de imponente. Dios le habló:

- Vuelve conmigo, nunca he dejado de apreciar tus virtudes, de alabar tu valor, ¿sabes? Ven, acércate. Regresa al lado del Bien, la bondad es felicidad, y felicidad es lo que puedo ofrecerte, paz y felicidad eterna, la felicidad que desees, una felicidad colmada de poder, y de gloria, y de placeres, y de todo eso que tú vendes a los humanos descarriados. Tú vendes la felicidad que no posees, y yo, aquí mismo, te la regalo en el pacto más beneficioso que puedas imaginar.

Dios le ofreció la mano. Sólo tenía que estrecharla para que todo volviese a sus orígenes, a su estado natural, al deber ser de las cosas. Satanás, por contra, agrió su rostro y gritó:
- ¡Jamás! ¡Jamás volveré a uncirme a tu yugo ni a beber de tu felicidad de ignorancia estúpida! ¿Piensas que el Bien es felicidad? ¡Mira qué mundo has creado! ¿Quién puede ser feliz sin andar cegado por tus efluvios? El Bien y el Mal no tienen más significado que el que tú has querido darles, y esos placeres regalados que me ofreces no son más que frascos de veneno que prometen una muerte lenta e indolora. Ya decidí una vez rebelarme contra ti, ¿crees que el tiempo me ha cambiado? Nunca he estado tan seguro del peligro que supones, y el ser humano, el triste y frágil ser humano que fuiste capaz de crear, debe saberlo. ¡Aléjate de mí,
bestia impía! ¡Tu poder no me asusta! ¡Mil veces vivir condenado que someterme a tus caprichos!

Entonces Dios lanzó un grito de furia, se agitó entre convulsiones y desapareció en un resplandor de luz dejando tras de sí un terrible olor de rosas y santidad.
Satanás miró el mundo que se extendía ante él. Allí los hombres se mataban entre sí, se destrozaban, se traicionaban, morían sin apenas tener la posibilidad de intuir la inmortalidad. Los humanos eran demasiados. Él solo no podría redimirlos a todos. Y entonces, por primera vez después de una eternidad de sufrimiento y desdichas, Satán lloró por aquellos pobrecitos que pese a la vida que les habían obligado a vivir se embotaban de felicidad, se decían dichosos y adoraban a su cruel Creador y verdadero Torturador.

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