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PEQUEÑAS CANCIONES TRISTES (Madres e hijas)

AL SALIR DEL CINE
César Bardés
[colaborador]

En más ocasiones de las que creemos, el destino urde desgracias como inicios de nuevos y certeros caminos. Puede que una niña no deseada nazca para hacer felices a otras personas que no son sus padres. Puede que otra niña vea la luz para sustituir un sueño que se ha perdido de forma abrupta. Puede que aún otra niña más tenga un futuro feliz en un hogar cercano a otro que se devora a sí mismo porque no sabe qué ocurrió con aquella criatura que fue dada en adopción.



Poco a poco, lo que eran pequeñas canciones tristes se van convirtiendo en extrañas esperanzas de alegría. Recuperarse de los errores cometidos por culpa de un beso que se convirtió en bebé no es fácil de aceptar. Ahí se edifican personalidades que huyen del afecto porque saben que en el momento decisivo fallaron estrepitosamente o porque creen que, por haber sido niños adoptados, nacieron con el estigma del rechazo. Todo está visto desde un lado trágico que se convierte misteriosamente en una promesa de felicidad y hay incluso quien despierta de ese sueño en el que ha preferido pensar que tener un niño es fácil, que es poco sacrificado, que es una realización personal que no implica el largo camino de un nuevo ser que no sabe andar, no sabe reír, no sabe hablar y no sabe comer.

Concebida como un puzzle que va teniendo sentido según avanza la narración, no puede uno volver la cara e ignorar el talento de dos actrices que iluminan la escena cuando están y ellas son Naomi Watts y Annette Bening. Ellas conforman personajes complejos, de difícil equilibrio interpretativo que resulta un ejercicio brillante para dos mujeres de intensa convicción delante de una cámara. La película decae peligrosamente cuando ellas no están y convierten a la tercera historia que completa el cuadro en algo meramente anecdótico. Ellas consiguen andar por ese filo de incomodidad que planea sobre sus caracteres colmados de errores en sus planteamientos, en caída libre hacia una cortante cuchilla que cuartea todos los sentimientos de soledad, de compañía, de independencia, de frustración, de seguridad, de aislamiento que saben transmitir con sus miradas, sus maneras y sus reacciones.

Más allá de eso, tenemos a un eficaz y lógico Jimmy Smits y a un seguro Samuel L. Jackson que no abandona una serenidad reconfortante aunque el papel de los hombres en este drama de deseos maternos queda reducido a una inmerecida penumbra. Detrás de todo, además de un director procedente del montaje como Rodrigo García, está Alejandro González Iñárritu un experto en reverdecer maizales cuando arden cosechas y que produce todo el tinglado porque sabe que está en la línea de lo que él mismo suele hacer cuando toma los mandos.

Cuántas veces, sin apenas darnos cuenta, hemos cedido a las presiones de los demás para hacer lo que ellos creen que es correcto. Cuántas veces hemos pensado en lo diferente que sería nuestra vida si hubiésemos hecho esto o aquello en lugar de lo que hicimos. Cuántas veces hemos sido capaces de escuchar a alguien sabio, que nos ha brindado palabras de tranquilidad, y lo hemos despreciado por su juventud, por su aspecto o por su aparente inexperiencia. Esta película es de mujeres, para mujeres y por las mujeres en un homenaje a ese deseo que nace con ellas de querer dejar una huella en este mundo con un niño que tenga sus ojos, o ría con el mismo gesto, o llore con la misma lágrima. Y ahí reside el notable valor de una película triste y gozosamente ordenada, retrato de cosas incomprensibles que pueden ocurrir a cualquiera y que, sin embargo, ocupan su lugar en los designios que la vida nos tiene reservados. Ellas son centro y vida, fábrica de maravillas, promesa y tiempo, aire y cuento, sensibilidad escondida, mirada de deseo.


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