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LOS MUGRIENTOS HARAPOS DE LA RECTITUD (Stone)

AL SALIR DEL CINE
César Bardés
[colaborador]


Tomando como premisa argumental el mismo punto de partida que se planteaba en La huida, de Sam Peckinpah, nos encontramos ante un retrato grisáceo de la vida de un funcionario que no sabe si es feliz, no porque no lo sea, sino porque ni siquiera se ha planteado la pregunta. Alrededor de él, se ha construido un muro insalvable de silencio e introversión y, durante toda su vida, cree que ha estado dentro de los límites de la rectitud por la sencilla razón de que nunca ha quebrantado la ley.



Y así, en un argumento que va con nitidez hacia la deriva, se nos cuentan cosas como el rechazo al radicalismo de una iglesia cada vez más delirante y absorbente, el encuentro con un preso que descubre la manipulación como arma contra la inteligencia y la certeza final de que, aunque se haya vivido con la creencia de que se ha actuado de forma irreprochable, la rectitud no es más que un fugitivo que se viste con mugrientos harapos para no parecer que mendiga algo a la existencia.

Es entonces cuando nos encontramos con la paradoja de que el tipo que decide si recomendar la libertad condicional a un individuo, es un delincuente moral de cadena y bola; y el tipo al que tiene que soltar resulta que, a pesar de que ha hecho auténticas barbaridades, piensa que ha hecho lo correcto, lo único posible y que, a través del horror, ha encontrado el genuino sendero de la purificación.

Con todo este entramado, llega un momento en que nos da exactamente igual lo que le pase a uno y a otro y algo en nuestro interior, nos invita a saltarnos la ley del cine y salirnos antes de los créditos. No cabe duda de que un actor como Robert de Niro siempre es eficaz aunque en esta ocasión esté lejos de lo magistral y sabemos que domina el arte de la mirada como muy pocos en la historia del cine; que Edward Norton cumple sin más y que no acaba de encontrar el tono adecuado al personaje y que Milla Jovovich nos presenta uno de los personajes femeninos más irritantes de los últimos años caminando por el borde de la bobada y tropezando peligrosamente en el abismo de sus labios rojos como el pecado. Y no hay más. Lo que empieza de una forma prometedora, se trunca porque la película se estanca sin salidas pues John Curran, el director, se ha encargado cuidadosamente de tapar todos los agujeros de desenlace posible y la película carece de él, igual que podría haber carecido, para nuestro solaz, de iniciativa para hacerla.

Y es que es muy difícil saber encontrar el matiz adecuado para inundar al público de tanta vida gris y sin sentido, de tanta mazmorra comunicativa y de tanta frustración acumulada en unos vasos de whisky que, de tanto usar, ya comienzan a tener el cristal amarillento. Más allá del porche, sólo hay una oscuridad que ni siquiera se tiene interés en penetrar y lo prohibido comienza a ser la propia conciencia que, a pesar de tener muchas razones para estar presa, se ha movido en libertad porque la injusticia es una condición inherente al hombre. El bárbaro debería estar preso. El torturador moral, también y, sin embargo, no hay delito en ningún código contra el que reprime voluntades ajenas y esclaviza sentimientos con la violencia del chantaje más fácil. No se puede centrar el núcleo de una historia en unas cuantas conversaciones con el diablo para darnos cuenta de que una mesa puede ser el mejor de los refugios. Que suenen los barrotes. Un preso abandona la prisión. Que se cierren las puertas. Un hombre que ha creído siempre cumplir con su obligación, no puede abandonarla. Y mientras tanto, el bostezo ya es la mejor compañía para quien ha tenido la paciencia de esperar hacia dónde va tanto desatino narrativo y tanta piedra en el corazón. Piedras huecas. Piedras de nada.

César Bardés

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