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UN GRITO DE PIEDRA (127 horas)

AL SALIR DEL CINE
César Bardés
[colaborador]

En una piel de tierra, surcada de cañones y grietas, con dientes de piedra y lluvia de grava, un hombre queda atrapado por una roca que se muestra inamovible, signo de presa hacia una invasión que se antoja noche en las fauces de una boca que se abre en el paisaje. Dureza controlada que suplica la herida. Tiento de bocado que no se mastica, sólo se macera con vacíos de soledad y de frustración. Esperanza presentida que lleva a la decisión de perder para, luego, ganar.



Y así, el grito de piedra que sale de las mismas entrañas de la hondonada, es escuchado por un cuervo que pasa puntualmente todas las mañanas a la misma hora. La mente divaga y se desespera y se caen en los errores que no se vieron y en los momentos que la situación se empeña en no hacer vivir. El individualismo llevado al extremo como una glorificación y un signo de identidad propia en un hombre que estaba solo incluso cuando se hallaba rodeado de gente.

Todo esto sería muy bonito si detrás de las cámaras hubiera un director que no se llamara Danny Boyle. Es inevitable volver la vista al pasado más reciente y encontrar referencias y puntos en común con Enterrado, de Rodrigo Cortés y lo que en aquella era virtud al dejar toda la acción en el interior de una caja, aquí se vuelve defecto al acudir a recursos tan facilones como el recuerdo, la alucinación, el pensamiento absurdo e, incluso, la acuñación de una soledad ganada a pulso. Por si ello fuera poco, el público, también aprisionado, no empatiza con un protagonista que es un ser bastante descentrado, con una imagen de sí mismo ciertamente infantil y con serios problemas de sociabilidad para acentuar aún más su valor como individuo, tema evidente en la filmografía de Boyle que, además, hace gala de una extraordinaria habilidad: no importa el plano que sea, siempre elige el menos adecuado.

Pocas virtudes se pueden achacar a una película en la que, por supuesto, los marginales de turno que empiezan a ser mayoría, se han precipitado en considerar maravillosa porque, precisamente, la valentía del protagonista es consecuencia de su propio defecto. En cualquier caso, cabe destacar la actuación de James Franco, algún que otro acierto de guión como la secuencia de la entrevista que se hace a sí mismo y hay que colgar de lo alto de un barranco al director porque utiliza un truco tan poco elegante y desfasado como poner una música estridente y machacona para subrayar unas escenas que necesitan de algo más de tensión y una pizca menos de autocomplacencia.

Como suele ser habitual en su cine, Danny Boyle vuelve a exhibir crueldad en una situación que no lo necesita porque, al fin y al cabo, está todo suficientemente descrito como para que el espectador se dé cuenta de la gravedad del asunto. Su ritmo llega a ser cansino e intermitente, haciendo de una historia digna de ser contada, un evangelio sobre la distinción humana que todos nosotros llevamos consigo y con una despreciable insinuación encaminada a decir que, precisamente por ser parte de la masa colorida y manipulable, nadie, en la misma situación, sería capaz de llevar a cabo una acción semejante. Cine para los que se creen diferentes. Y no todos son diferentes. Tenemos muchos rasgos en común. Entre otras cosas, no nos gusta dar explicaciones de adónde vamos cuando queremos huir y comernos el día.

Y aún hay otro defecto más y es la profusión de planos imposibles que van desde el interior de una botella para enseñar la lengua sedienta del interfecto hasta las burbujas chispeantes del refresco de orina que tiene a bien tomarse cuando se le acaba el agua. Todos ello hace que la película, efectivamente, dure 127 horas, deseando que llegue el momento de levantarse de la butaca y compartir unos ratos de placer y confidencias con alguien que no nos haga sentir tan solos.

César Bardés


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