DIME TU NOMBRE (Sin identidad)

César Bardés [colaborador]
Arthur Miller decĂa en su obra Las brujas de Salem que lo peor que se le puede hacer a un hombre es quitarle su identidad. Sin ella, ningĂşn ser humano es nada porque pierde el elemento oficial de diferenciaciĂłn que se ha establecido para saber quiĂ©n es quiĂ©n, para conocer su vida y sus costumbres, para tener una idea de dĂłnde viene y hacia dĂłnde va. Y el terror se apodera del propietario de ese nombre inexistente cuando no tiene respuestas para ninguno de esos interrogantes.
Jaume Collet-Serra parece que ha querido introducir el miedo que produce la pĂ©rdida de la identidad en esta pelĂcula recordando quĂ© se es y quĂ© se ha sido pero sin nada que corrobore esa versiĂłn. Ante todo porque vivimos en un mundo en el que cualquier hijo de vecino miente y finge para parecer algo más de lo que realmente es. Y es absolutamente cierto que ese pequeño detalle como es la pĂ©rdida de cualquier pista sobre la identidad es un proceso de evidentes connotaciones kafkianas en las que podemos perdernos por culpa del capricho inherente a cualquier sistema burocrático.
Y no cabe duda de que el pĂşblico sale encantado de la pelĂcula. Se ha pasado bien, se ha asistido a unas cuantas escenas de acciĂłn hechas con destreza, hay un actor creĂble como Liam Neeson y resulta un autĂ©ntico encanto volver a ver a Bruno Ganz en plena forma y dibujando en su rostro todo un hechizo de tiempos peores de grato recuerdo.
Pero pronto a Collet-Serra se le va de las manos el enredo y comenzamos a ver algunos vacĂos en la historia que no cuadran demasiado con lo que se nos quiere contar. Y lo que es aĂşn peor. Todo tiene un aroma a El caso Bourne que parece que no estamos viendo más que una segunda mirada sobre el mismo asunto.
BerlĂn, quĂ© duda cabe, es un maravilloso escenario, lleno de frialdad y grandeza, para cualquier historia de espĂas que se precie y la verdad, si no se piensa mucho en ello, hasta se puede romper en tĂmidos aplausos al final de la proyecciĂłn. Lástima que siempre hay algĂşn desaprensivo dispuesto a analizar los resquicios y jirones que va dejando atrás el entramado y se huelen las trampas al igual que se van recordando detalles que van dejando todo en un mero ensayo de cierto ritmo con secuencias bien rodadas.
VĂdeos indiscretos, maletines extraviados, bombas dispuestas, la improbable donaciĂłn al mundo de un prĂncipe árabe bienintencionado y hasta arriba de petrodĂłlares y de un cientĂfico que es una autĂ©ntica hermanita de la caridad, suplantaciones de personalidad, dudas perversas sobre la autenticidad de alguien que dice ser biotecnĂłlogo aunque en ningĂşn momento demuestre ni el más mĂnimo conocimiento de la materia, la chica inocente que ayuda tanto que parece nacida para una persecuciĂłn... Son tantos tĂłpicos hilvanados que, poco a poco, la misma pelĂcula parece que va perdiendo su propia identidad para ser una simpleza comercial que procura pasar bien rápido por los posibles errores para que el más avezado no caiga demasiado en la cuenta. AsĂ, de una forma tan fácil como inocente, el tĂtulo sĂłlo es uno más, un estreno por ahĂ perdido que se olvida a los cinco minutos de salir de la sala, se han pasado dos horas en un suspiro y vamos a cenar, cariño, que tanto frĂo en la pantalla me ha dado hambre.
Ah, si, además hay un engaño que resulta espectacular y es ni más ni menos que la memoria, esa gran traidora, rellena los espacios en blanco y damos por hecha una verdad porque en ella se mueven los recuerdos con ganas de ser ciertos y, de paso, se evita esa incĂłmoda afirmaciĂłn de Alfred Hitchcock en la que decĂa que “una pelĂcula no es demasiado buena si se basa en un flashback que es mentira” como a Ă©l le pasĂł en Pánico en la escena y cuya honrosa excepciĂłn podrĂa ser Sospechosos habituales. Y voy a poner un punto final a todo esto porque, ahora mismo, no sĂ© si he ido al cine o he estado haciendo una oreja a la plancha mientras planeaba lo bien que me iba a quedar un artĂculo que yo no deberĂa haber escrito.
César Bardés
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